Epístola: "Mi gran error"



Con cierto grado de pena tengo que reconocer que he sido un imbécil toda mi vida y seguramente lo seguiré siendo. Es duro llegar a una edad donde se descubre que se vivió con un gran error, un error de apreciación, de valorización, de conceptualización, de creer que las cosas eran de una manera y luego los hechos te demuestran que estabas equivocado y que la equivocación es dolorosa. Si bien el hombre debe aprender de sus errores y esto es parte importante de la vida, mucho más que de sus aciertos, hay errores que no se pueden corregir o peor aún, la corrección es más incomoda y dolorosa que el mismo error, es decir que el error era preferible a la verdad, que la verdad es en algunos casos insoportable, por lo que es preferible vivir en el error. Esto se podría aplicar perfectamente en personas creyentes, me resulta totalmente apropiado, pero por rara excepción no estoy hablando de esto, no es sobre las creencias sobrenaturales o celestiales a lo que me refiero, curiosamente es todo lo contrario, de lo terrenal, de lo humano, de la humanidad me ocupo. Siempre creí en un equilibrio, en cierta paridad entre los hombres, pero reconozco mi error, no existe equilibrio alguno, no existe paridad ni analogía, solo existe una enorme disparidad, un absoluto desequilibrio, desigualdad e incompatibilidad. Si estuviese hablando del pensamiento sería fantástico, ya que esto significaría distintas posiciones, cuantiosas divergencias, múltiples opiniones, sencillamente razonamiento, lógica, conocimiento…ideas, pero no, no hablo de esto. Veo un mundo cada vez más pequeño, con casas más pequeñas, con hombres más pequeños y en ese todo pequeño, en esa pequeñez absurda solo puede haber pequeñas virtudes y pequeños defectos, pequeñas ambiciones y pequeños logros, solo dos cosas permanecen grandes, la cobardía y la mediocridad, por lo que no caben en una sola casa y están obligadas a repartirse en todas. Solo hombres pequeños pueden dirigir un mundo pequeño y en su pequeño mundo temer a la grandeza, rechazarla, odiarla, negarla y en el mejor de los casos ocultarla, intentar empequeñecerla, ignorarla, degradarla, vituperarla, burlarla. Toda grandeza que se empequeñece, se encoje, se achica, se reduce hasta desaparecer, desaparecen entonces las grandezas del hombre, la ética, la bondad, el coraje, el valor, la razón, el amor, el heroísmo, la lógica, el deseo, la esperanza. La vida misma termina siendo pequeña, aunque dure muchos años, cientos de años, una vida pequeña de pequeños hombres, una vida indigna que no vale la pena ser vivida. Esa vida pequeña no produce ni la más mínima herida en el cuerpo monstruoso del gigante, del gigante cobarde y mediocre, del gigante que fácil puede vencer a hombres pequeños y si solo quedan hombres pequeños, el gigante crecerá cada vez más en su cobardía y mediocridad, hasta convertirse en indestructible, incombatible, invencible. Un solo hombre con su grandeza difícilmente pueda vencer al gigante que se ha formado, es necesario un ejército de hombres y sus grandezas para derrotarlo, miles de hombres inmersos en sus grandezas, cubiertos de ellas, grandezas desbordantes y arrolladoras, sublimes, que juntas se hagan tan grandes como la cobardía y la mediocridad, pero más fuertes, más poderosas, casi perfectas hasta en la utopía, en la ambigüedad, en la misma imperfección.

Comencé diciendo que había vivido en un error y aquí está mi error, mi error soy yo, mi error es el mundo, mi error es mi optimismo, mi esperanza. Miro al gigante y le temo, miro al gigante y lo percibo triunfador, victorioso en su miseria, miro al gigante derrotándome con su oscuridad, con su ignorancia, su intolerancia, sus prejuicios, sus tabúes, su incomprensión. Por lo que les pido perdón por mi segura derrota, por mi propia pequeñez, por mi perdida grandeza. Solo puedo pedir perdón e intentar seguir viviendo en mi error, un error más benévolo que la verdad.


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