"El joven Fausto" Capítulo X

                                                 

Elízabeth


Los días transcurrían en una constante monotonía, comenzaba a sufrir una rutina desgastante, abrumadora, esa que viven los demás como normal, pero de todos modos estaba empecinado en descubrir cuál era el sabor que sentían los otros de la vida, aunque en el fondo los despreciaba, los odiaba profundamente por su miseria, por su resignación y desidia. Fausto quería de alguna manera reconocerse, saber quien era en realidad y no conformarse con el simple juicio surgido de su propia conciencia, no quería caer en la vulgaridad de todos, no quería verse distinto simplemente por ser el quien se mirase y juzgase, intuía que eso hacían los demás, que todos pensaban que eran diferentes cuando en realidad eran muy parecidos, casi iguales, pero para ello debía conocerla, experimentarla, vivirla, aunque le resultase absurda. Con el tiempo descubrió que sus deseos adolescentes de aventurero solo respondían a la necesidad de vivir, de gozar y experimentar, de descubrir, pero también supo que esa vida era una excusa, una negación, una simple rebeldía, que no complacía plenamente sus aspiraciones. Tampoco se sentía conforme con una vida tranquila, ordinaria, gris y sin gloria, una vida de placeres mundanos que cualquiera con el dinero suficiente podía pagar. Pensaba en Mefisto y sentía envidia, una sana envidia sobre sus conocimientos, sus “dones”. Comprendió entonces que lo que verdaderamente podía satisfacer su vida era el conocimiento, aquello que la buena mujer había comenzado a introducir en él cuando era un niño en la isla, pero lamentablemente, él no tenía ninguna instrucción académica, ni siquiera conocía su apellido, por lo que decidió aislarse del mundo y encerrarse para estudiar con cuanto libro pudiera adquirir.

Pasaron meses que se convirtieron en años, alejado del contacto de la gente, Fausto se nutrió de todo conocimiento posible. Su cuarto estaba invadido de libros de todo tipo, de filosofía, matemáticas, física, arquitectura, teología, historia, retórica, anatomía, astronomía, alquimia, química, etcétera. Cada día era mayor su ambición por conocerlo todo y estaba en el lugar apropiado para lograrlo.

Fausto abrazó el conocimiento con el mismo entusiasmo que hacia todo, intentando hacerlo lo mejor posible y con la mejor predisposición, pero el hecho de que no era orientado por maestros, hacía que se desviara permanentemente de los temas que tomaba, por lo que no se especializó en ninguno en particular, aunque logró obtener una amplia cultura general.

Debido a su auto enclaustre, los gastos fueron mínimos, solo gastaba en alimentarse y en libros, por lo que a pesar de haber transcurrido tres años, aún poseía una significativa cantidad de dinero. Una tarde fresca de marzo de 1677, decidió salir a caminar, se encontraba algo inquieto y no encontraba alivio con ninguno de sus libros. Es probable que el estar tanto tiempo aislado de las multitudes, del contacto masivo con otras personas, hubiese gestado un comportamiento casi ermitaño, por lo que el deseo de salir a caminar lo experimentaba de forma extraña. No deseaba nada en particular, solo quería despejarse un poco y recorrer la ciudad. Su personalidad había variado profundamente, por lo menos en lo aparente, poco o nada quedaba de aquel adolescente que deseaba navegar y vivir aventuras, hoy con unos aproximados veintitrés años, actuaba como un adulto mayor, algo introvertido, poco comunicativo y desprolijo con su aspecto algo abandonado. En esa tarde fría y clara sus pensamientos vagaban sin rumbo, por momentos recordaba su pasado, sus vivencias, sus encuentros con Mefistófeles y a su amigo William, ¿qué sería de la vida de estos? En algún punto, aunque supusiera que era poco probable, se esperanzaba en tener otro de sus inesperados encuentros con Mefisto y quizás fuera esta la razón de su inquietud y deseo de salir de su aislamiento. En principio, pensó en caminar hasta la Abadía de Westminster, pero algo cansado por la caminata, se detuvo en los jardines externos del palacio de Whitehall, residencia principal de los reyes ingleses. En realidad no era un edificio único, sino más bien un complejo heterogéneo y caótico de distintos edificios de distintas épocas, que había crecido de forma orgánica alrededor de la antigua residencia del Cardenal Wolsey, hasta convertirse en el palacio más grande de Europa, con más de 1500 habitaciones.

Mientras estaba tendido, apoyado contra un árbol, mirando sin ver, perdido entre el verde de los jardines y el azul del cielo, el delicado andar de una joven atrae su atención y al poder observar su rostro, recuerda a la joven nativa de la isla del sueño. Por un segundo se sorprendió de recordar ese rostro que había sido creado por una fantasía, una fantasía que jamás pudo comprender plenamente, pero que sin duda reflejaba a la perfección su gusto, su idealización de la belleza femenina. La atracción fue tan grande que no pudo evitar levantarse y acercarse a la muchacha, su desinterés por los demás se desmoronó ante la hermosura de la joven, aunque su timidez no le dejaba pronunciar palabra y eso le oprimía el corazón y el estómago, sintió furia por su incapacidad, tanta furia que unas palabras escaparon por su boca sin control.

─ Perdón, ¿le conozco?
─ Señor, ¿cómo se atreve?, no creo conocerlo ─responde la muchacha sorprendida.
─ Discúlpeme, pero su rostro me es familiar.
─ Lo lamento señor, pero creo que se confunde.
─ Por favor, no se asuste, solo quiero hablar con usted ─el tono de su voz era la de un ruego.
─ Le repito señor que no lo conozco y por favor, déjeme sola ─y continúa su marcha.

Fausto se queda inmóvil observando como la muchacha se aleja, furioso por no poder encontrar las palabras adecuadas para retenerla un instante más, cuando comprende que su aspecto no lo ayudaba demasiado en la tarea, entonces decide seguirla a la distancia para averiguar hacia donde se dirigía. La persecución duró unos minutos, hasta un barrio londinense al sur del St. James's Park, cuando la joven ingresó en una casa. Suponiendo que era su domicilio, Fausto regresa a su cuarto bastante cansado por su larga caminata, por lo que se tiende en su cama y queda profundamente dormido. Sueña con la extraña joven y en su sueño se entremezclan recuerdos de la joven de la isla, como si sus recuerdos de la misma pertenecieran a algo vivido realmente, vuelve a tenerla en sus brazos y amarla, aunque esta vez no tan vividamente.

Despierta cuando comenzaba a aclarar, tiene un enorme apetito ya que no había cenado, pero a pesar de su hambre una sola cosa tiene en su cabeza, a la bella muchacha.

La mañana se hizo eterna, el tiempo parecía no querer transcurrir y la espera del atardecer fue una tortura interminable. No quería causar una mala impresión en esta oportunidad, por lo cual se había acicalado muy bien, al punto de no ser reconocido en primera instancia. Cuando por fin se aproximaba la hora en que consideró prudente volver a los jardines, partió hacia ellos con prisa, pero su ansiedad hizo que llegara una hora antes que el día anterior, se sentó nuevamente contra el mismo árbol y aguardó con impaciencia. Cada paso femenino que se acercaba era motivo de su atención, pero luego de transcurridas un par de horas, la bella joven no se hace presente. Habiendo oscurecido decide volver a su cuarto absolutamente frustrado, hasta el punto de pensar en hacer guardia en el domicilio de la joven, pero esto le parecía un poco apresurado e imprudente, aunque su ansia le hacía dudar, finalmente, resolvió intentar nuevamente al día siguiente. Los días que continuaron fueron igualmente frustrantes, seis días y no había logrado volver a verla, creyó entonces que no tenía otra opción que vigilar su casa. El séptimo día, como todas las tardes esperaba sentado contra el árbol, cuando por fin la tan deseada figura se aproxima. En ese momento no supo bien que hacer, había estado tan obsesionado con verla, que no había preparado ningún argumento para intentar hablar con ella. Se sintió estúpido, incómodo, confundido, pero estaba decidido a no perder esta oportunidad, por lo que se incorporó abruptamente y apresuró el paso para detenerse frente a ella.

─ Buenas tardes My Lady ─pronuncia con voz temblorosa mientras la joven lo mira sorprendida.
─ Buenas tardes señor ─contesta la muchacha cortésmente solo por educación y continua caminando.
─ ¿Me permite caminar a su lado?
─ Disculpe señor, pero no me parece apropiado.
─ Lo sé, pero no tengo otra opción si deseo hablar con usted.
─ ¿Y por qué debería usted hablar conmigo?
─ Porque lo más probable es que si no lo hago, me resulte muy difícil seguir viviendo.
─¿Cómo dice usted? ─exclama la muchacha habiéndose detenido y mirándolo a los ojos.
─ Lo que acaba de oír y juro que es verdad.
─ Creo reconocerlo, usted es la persona que hace una semana me confundió con otra persona, ahora lo reconozco, a pesar de su distinto aspecto.
─La misma My Lady, pero en realidad no la confundí con otra persona, la confundí con un sueño.
─ No entiendo, ¿cómo que me confundió con un sueño?, eso no tiene sentido.
─ Si lo tiene, aunque primero debería conocer una larga historia para comprenderlo.
─ Disculpe, pero no tengo tanto tiempo como para escuchar una larga historia en este momento.
─ ¿Y cuándo podría escucharla?
─ Realmente no sé que pensar, si usted es muy directo o muy atrevido ─responde la joven simulando algo de fastidio.
─ En este momento soy un poco de ambas cosas, pero le ruego que me brinde la oportunidad de charlar con usted ─Fausto percibía en sus ojos que le agradaba.
─Si me promete con eso que me dejará seguir caminando tranquila, puede que acepte verle en algún otro momento.
─ Mañana por la tarde, a las 15 horas ¿le parece bien?
─ ¿Mañana, no cree usted que es demasiado pronto?
─ Puede que para usted lo sea, pero para mí será una eternidad.
─ Bien, en ese caso lo veré mañana en el lugar que me abordó. ¿si le parece?
─ Perfecto, le agradezco y hasta mañana My Lady ─Se despide Fausto evidentemente entusiasmado.

Cuando volvía a la posada se percató que en su entusiasmo había olvidado algo bastante importante, jamás se había presentado ni le había preguntado su nombre, esto volvió a molestarlo, no podía entender por qué se tornaba torpe ante la muchacha, que le costara tanto actuar con normalidad y que fuera invadido por temores constantes. Naturalmente desconocía los efectos que un fuerte enamoramiento pueden producir, hasta el punto de tartamudear, quedarse observando como tonto el rostro amado y no mantener un diálogo fluido, atractivo y seductor. Sus años de encierro lo habían convertido en alguien reflexivo, cavilante, que pensaba cada palabra que leía y la analizaba para comprenderla en su totalidad, pero también lo había deshabituado del arte de la conversación y mucho más si de cortejar se trataba. De todos modos su entusiasmo se recuperó con solo pensar que la vería al día siguiente y que debía prepararse mejor, para poder sobrellevar el impacto que la joven producía en él. Dispuesto a la tarea, ensayó un discurso que tuviese la convicción necesaria para atraer a la joven, que fuera capaz de seducirla al oírlo o por lo menos, despertara algún interés en ella que le asegurara continuidad a su cita. Estuvo hasta entrada la madrugada confeccionando su discurso, nada parecía conformarlo por completo, no podía excogitar algo que le fuera perfectamente apropiado y tendido en la cama, mirando el techo y pensando en ella, se dejó dominar por el sueño. Al despertar supuso que era el mediodía, tomó su viejo huevo de Núremberg para verificar y comprobó que era la hora 13,15, por lo cual se incorporó de inmediato y presuroso se preparó para acudir a su cita. A las 14,30 estaba junto al árbol esperando su encuentro, caminaba en derredor del mismo y observaba en todas las direcciones, aunque sabía que la más probable era la dirección de la que suponía su casa, no podía evitar mirar hacia todas. Siendo la 14,55 su ansiedad llegaba a un punto culmine, cuando cree distinguir la silueta de la joven a la distancia en la lógica dirección. Su corazón comenzó a palpitar aceleradamente, sentía sus manos húmedas y un ligero temblor se apropió de sus piernas, vacilaba entre quedarse parado esperando o caminar a su encuentro, decidió lo primero para ganar tiempo para calmarse, no quería evidenciar su nerviosismo. En eternos segundos, la joven se detiene a solo un metro de él.

─ Buenas tardes My Lady ─intenta ser lo más natural posible.
─ Buenas tarde señor ─responde la joven con una sonrisa.
─ Antes que nada quiero reparar mi error y pedirle disculpas, permítame presentarme, mi nombre es Fausto
─ Encantada, el mío es Elízabeth y no tiene porque disculparse, por lo menos por su omisión, creo que no le di la oportunidad ayer, pero me sentí abordada y eso me impactó en cierto modo.
─ Debo disculparme también por eso, pero comprenda que no tenía otra opción.
─ Realmente no lo comprendo, ¿por qué no tenía otra opción?
─ Honestamente no quería correr el riesgo de no volver a verla.
─ ¿Y por qué era tan importante volver a verme?, solo me había visto una vez y unos pocos segundos.
─ No quiero que me interprete mal, pero un instante fue más que suficiente.
─ Discúlpeme, pero me resulta algo desenfadado lo suyo y ¿cómo puedo decirle?, alocado.
─ No sería así si conociese una vivencia que he tenido.
─ ¿Cuál, esa larga historia que pretendía contarme ayer?
─ Así es, aunque es más increíble que larga, por eso necesito algo de tiempo para contársela, pero antes quiero jurarle por lo más sagrado que lo que le diré es absolutamente cierto, pero es tan extraña que temo que me tome por loco.
─ Reconozco que me está despertando algo de curiosidad sus palabras.
─ Le confieso que creo sería más prudente de mi parte no decirle nada, pero al mismo tiempo tengo la necesidad de hacerlo. Han pasado varios años y aún no he llegado a comprender que sucedió exactamente o mejor dicho ¿cómo sucedió?, porque sé que sucedió debido a que compartí esa experiencia con un amigo, de lo contrario, creería que perdí la cordura por un tiempo y todo fue producto de una fantasía creada por mi mente, pero aún así, si no tuviera un testigo, igualmente sería difícil de explicar la relación que tiene con usted.
─ Por favor, comience ya su relato y deje que sea yo quien decida un juicio.

Mientras caminaban lentamente, Fausto le relata la historia desde que conoce a su amigo William, omitiendo lógicamente algunos pasajes, como el de la posada en Lisboa y otros pormenores. Luego de unos minutos termina con el relato cuando es rescatado y observó que Elizabeth lo ha escuchado atentamente, aunque en su rostro se percibe el asombro.

─ Bueno, era cierto cuando me dijo que era increíble ─confiesa Elizabeth, evidentemente azorada.
─ Comprendo su escepticismo, pero le aseguro que no he cambiado ni exagerado en nada ─admite Fausto con resignación.
─ Es muy extraño todo ¿y que ha sido de William?
─ No lo sé, hace unos tres años que no tengo noticias de él y creo que no volveré a verlo.
─ ¿Por qué dice esto?
─ Tampoco lo sé, es solo intuición.
─ ¿Y el tal Mefisto, quién es?
─ Mefisto es un personaje aún más extraño e increíble que mi aventura en la isla del sueño, pero creo que para cosas increíbles ya ha sido suficiente por hoy, dejemos su historia para otro momento.
─ Lo que no me quedó claro es la relación entre la joven de la isla y yo, por qué se la recordé.
─ Algo de lo que pude especular, es que la isla leía nuestras mentes, hasta más allá de nuestra conciencia y por ello, creó a esa joven que representa mi ideal de belleza en una mujer y usted es su fiel retrato.
─ Estoy empezando a creer que usted ha inventado toda esta historia para llamar mi atención ─dice Elizabeth sonriendo.
─ No importa si me cree o no, no importa siquiera si la historia es cierta o no, lo que verdaderamente importa es que, para mí, usted es la mujer más hermosa que pueda existir.
─ Por favor señor, está siendo usted un lisonjero ─le dice ruborizada.
─ Le ruego que me crea, por lo menos tan solo en esto, aunque todo lo que he dicho es la absoluta verdad y mi deseo sería poder demostrarlo de alguna forma, aunque no se me ocurre cómo.
─ No estoy segura si realmente le interesa a usted que crea su historia, de lo que estoy más segura es que debe estar complacido, pues crea o no su relato, usted ha logrado su propósito y es haber llamado mi atención.
─ Al margen del placer que me brinda estar hablando con usted, le confieso que mi propósito solo se ha cumplido en su instancia primaria.
─ ¿Cuál sería entonces la culminación de su propósito?
─ Lograr que se enamore usted de mí, solo la mitad de lo enamorado que estoy yo de usted, eso sería más que suficiente para hacer feliz.
─ Es usted muy atrevido y poco caballeroso, discúlpeme, pero me pone en una situación muy incomoda ─dice la joven sonrojada, pero sin enfado.
─Le suplico me perdone, no es mi intención incomodarla, es que me resulta imposible controlar mis sentimientos frente a usted. Solo le ruego me brinde la oportunidad de demostrarle lo que siento por usted.
─ Le reconozco que su impertinencia en cierta forma me halaga ─dice ella inclinando su cabeza hacia abajo, como no pudiendo decirlo mirándolo a los ojos, por evidente pudor.
                     

En ese instante, Fausto se deja llevar por un impulso incontrolable y tomando suavemente el rostro de Elízabeth, en un rápido movimiento, embiste ligeramente su cuerpo y la besa. La primer reacción de ella fue apartarlo interponiendo sus brazos, pero lentamente sucumbe y se entrega con mesurada pasión.

─ ¿Desea ser mi esposa? ─ susurra Fausto.
─ Estoy confundida ─responde Elízabeth, apartándose avergonzada─ No me siento bien, necesito algo de tiempo para poder pensar.
─ ¿Cuál es el tiempo que cree necesario?
─ No lo sé, esto es muy prematuro, no puedo pensar con claridad, permítame marcharme.
─ ¿Cuándo volveré a verla?
─ No lo sé, dedme una semana para poder decidirme.
─ ¿Entonces la espero aquí en una semana?
─ Si, por favor, en una semana lo veré aquí mismo.

Elízabeth se marcha evidentemente perturbada, mientras Fausto se queda observando como su figura se aleja. Una extraña sensación lo invade, como una trágica premonición que no puede comprender. Los labios húmedos de Elízabeth, le habían dejado un sabor deseado y único, probablemente el sabor del amor, el que pocos pueden conocer y disfrutar plenamente. Pensó que sus sentimientos le estaban jugando una mala pasada, creándole temores absurdos, por lo que intentó desechar esa sensación que lo angustiaba, recordando el placer que el contacto con su piel le había regalado. Elízabeth se pierde en la distancia y el corazón de Fausto se aquieta, su pecho se comprime y sus manos sufren un ligero temblor, ella ha escapado a su mirada.

Los días transcurren lentamente sometidos a silencios imperturbables, todo carecía de sentido para Fausto, excepto Elízabeth, ella se había convertido en el centro de su mundo y nada era más importante. Solo recordar su perfume, sus labios o sus ojos, lo sepultaban en miles de ideas y deseos. No quería ni podía, apartarse un instante de su imagen, esa que atesoraba en su mente como lo más preciado y sagrado que se pudiese tener, hasta la muerte le resultaría dulce entre sus brazos.

Por fin llegó el gran día, ese que esperaba colmara sus expectativas, si bien en algunos momentos pensaba en la posibilidad de una negación por parte de ella, rápidamente sacaba tal idea de su cabeza, su amor era tan enorme que debiera abarcarla en su mismo universo. ¿Cómo pudiera ser que alguien ignorara a un amor que abrazaba tanto la tierra como los cielos?, además su boca y sus ojos ya le habían respondido, le habían dicho que lo amaba, sin palabras, pero claramente con su controlada pasión. Con el corazón lleno de esperanza partió hacia su cita, imaginando el inicio de una nueva vida, una que nunca había tenido y que siempre soñó, una casa con padres e hijos, envueltos en el más puro amor y que él fuera parte de ellos.

Puntualmente llegó a su destino, pero Elízabeth no se encontraba. Intentó en vano no perturbarse pensando que pronto vendría, hasta en la más pesimista de sus cavilaciones ella vendría, aunque sea para decirle que no, pero vendría. Pasada una hora tuvo que resignarse a la ausencia, ¿pero cómo era posible?, algo debió suceder, algo más allá de su deseo, probablemente alguien no le permitió llegar, quizás sus padres no aceptaron que fuera a verlo, ¿les habrá informado de lo nuestro? Toda clase de pensamientos lo invadían, pero en ninguno consideraba que Elízabeth no hubiese concurrido por voluntad propia, estaba seguro de eso y esa idea lo convenció para dirigirse hacia la casa, tenía que cerciorarse de lo que había sucedido. Al llegar a la puerta solo dudo un segundo y golpeó con energía, cuando la puerta es abierta, la figura de un hombre se le presenta, quien con tono grave le pregunta.

─ Si joven ¿qué desea?
─ Mis disculpas señor, pero necesito saber si Elízabeth se encuentra aquí.
─ Por supuesto que se encuentra aquí, es nuestra casa, ¿pero quién es usted?
─ Yo soy un… amigo, mi nombre es Fausto, señor.
─ Pase usted, por favor, yo soy su padre, Francis Taylor ─en ese instante el rostro del hombre denotó tristeza.

Al ingresar en la vivienda, Fausto comprende que se trata de una familia de clase algo acomodada, más evidenciado en su interior que en la fachada. El mobiliario y los adornos representaban a una gente de buen vivir, pero esto no era importante para él y mucho menos en ese momento, su único interés era saber sobre Elizabeth. El hombre lo invitó a pasar a un cuarto que, aparentemente, era una especia de sala privada donde este señor realizaba sus tareas y mientras le solicita tomar asiento frente a un gran escritorio, el hombre se sienta del otro lado del mismo.

─ Joven Fausto, lamento decirle que Elízabeth está muy enferma.
─ ¿Qué es lo que tiene? ─ pregunta Fausto angustiado.
─ No lo sabemos, pero tememos que sea una terrible enfermedad, por los síntomas.
─ ¿Dónde está, puedo verla?
─ En su habitación, pero no sé si es oportuno, tiene mucha fiebre y una erupción en la piel, no sé si ella querrá que la vea así, pero cuando delira, porque hay momentos que en su confusión llega al delirio, lo ha nombrado a usted y por eso le he permitido ingresar, yo no sabía a quién se refería cuando pronunciaba su nombre y ahora creo tener una idea. ¿Desde cuándo conoce usted a mi hija?
─ Hace muy poco que nos conocemos, pero eso no es determinante.
─ ¿Qué me quiere decir con que no es determinante?
─ Que no importa el tiempo que hace que nos conocemos, para mí es como si la conociera de toda la vida, pero no creo poder explicarle esto, solo le diré que amo a su hija más que nada en este mundo y disculpe mi atrevimiento.
─ Ay, jóvenes, bueno, supongo que para ella usted también es importante.
─ Le ruego señor me permita verla.
─ Aguarde aquí, por favor, iré a consultarlo con ella.

Pasan unos interminables minutos y el hombre regresa, toma nuevamente asiento y se prepara, evidentemente, a dar una explicación.

─ Joven Fausto, Elízabeth está bastante confundida, su condición es extraña, todo fue muy repentino. Comenzó de un día para el otro con escalofríos, decía que le dolía el cuerpo y padecía intensos dolores de cabeza, levantando mucha fiebre y una erupción le apareció en todo el cuerpo a excepción de las palmas de las manos y las plantas de los pies, esta postrada, delira y su corazón late lentamente. Honestamente no sé que actitud tomar, pues le he dicho sobre su presencia y solo sonrió, sin darme una respuesta.
─ Señor, le suplico permítame verla.
─ Bien, supongo no le hará ningún daño ─se incorpora y dirigiéndose hacia la puerta, continúa─ sígame, por favor.

Fausto se levanta de inmediato y acompaña al padre de Elízabeth a través de una sala, suben la escalera hasta la planta superior y se detienen frente a una puerta, el hombre golpea suavemente he ingresa, luego lo invita a pasar. Dentro del cuarto, se haya una mujer junto al lecho donde está tendida Elízabeth. La silueta de su amada parecía pequeña en la gran cama, arropada hasta el cuello, pero cuando advierte la presencia de Fausto, le pide a la mujer que la ayude a incorporarse un poco, colocando un par de almohadones en su espalda. Fausto la observa con indisimulable tristeza y mirándola a los ojos esboza una leve sonrisa, la cual le es respondida con otra, con un pudor casi infantil. Su instante es interrumpido por la voz del padre.

─ Querida, este es el joven del que te acabo de hablar ─pronuncia mirando a la mujer y dirigiéndose a Fausto, agrega─ mi esposa Sara.
─ My Lady, mis respetos.
─Creo que deberíamos dejar a los jóvenes solos un momento ─manifiesta Francis y Sara, sorprendida, responde─ perdón, por supuesto, estaré en el corredor por si les hace falta algo, hija.

Al quedar solos, Fausto de arrodilla junto a la cama y toma la mano de Elízabeth.

─ Espero que comprenda mi atrevimiento, pero no podía quedarme sin saber que le sucedía y no creí que faltara a nuestra cita por voluntad propia, por lo que tuve que venir para averiguarlo. Admito que sabía dónde vivía por haberla seguido en la primer oportunidad que la vi, por lo cual también he de disculparme, pero de lo cual no me arrepiento en nada, de lo contrario no hubiese sabido que hacer y seguramente estaría enloquecido en estos momentos.
─ Lamento no haber podido asistir a nuestra cita, comprenderá que no estoy en la mejor condición para hacerlo, pero agradezco que haya venido, porque deseaba verlo ─estas palabras emocionaron a Fausto.
─ ¿Realmente deseaba verme?
─ Si, si he de ser honesta, pero, por favor, no me obligue a decirle más ─confiesa con recato.
─ Perdóneme, pero no puedo evitar insistir, ¿significa qué su respuesta es positiva a mi pedido?
─ Creo que deberíamos conocernos un poco más, aunque en principio existen grandes posibilidades que así sea, pero primero debo ponerme bien, me siento muy mal, debo descansar.
─ Muy bien, la dejaré descansar, pero ¿puedo pedirle que me permita visitarla a diario?, solicitaré permiso a sus padres.
─ Por favor, sería agradable que lo hiciera.
─ Lo haré, no lo dude ni por un instante, hasta mañana entonces.


A pesar de la terrible enfermedad de Elízabeth, que lo angustiaba en lo más profundo de su ser, Fausto sentía a la vez una tremenda alegría al saberse correspondido en su amor y pensaba que este era suficiente para superar cualquier enfermedad, que nada podría separarlo de su amaba, con el tiempo todo estaría bien, Elízabeth pronto se recuperaría y juntos vivirían un amor incomparable, único y abarcador. Esta dualidad lo tornó en otro ser, uno con impulsos desmedidos y frenéticos, febriles y convulsionados, no podía relegar a la enfermedad de su presente, pero las palabras de Elizabeth lo impulsaban hacia otro mundo, a un futuro maravilloso y apenas imaginado en sus sueños. Por momento su pecho se inundaba de satisfacción, pensando pasionalmente en la dulce sonrisa de ella, en la profundidad de sus hermosos ojos azules, en la suavidad de su piel y en los contornos gentiles y frágiles de su cuerpo. Los días pasaban y Elízabeth no mostraba signos de mejoría, las visitas ininterrumpidas de Fausto no lograban cambiar el cuadro de su amada, que cada día se sumergía más en su confusión y sus delirios eran más frecuentes. Los paños frescos que colocaba en su frente, no conseguía reducir la temperatura de su cuerpo y la erupción era ya indisimulable, transformándose en llagas gangrenosas con hedor a carne podrida. Los doctores desconocían un tratamiento para esta enfermedad, aunque conocían su posible desenlace, el cual no era el deseado. Fausto se desesperaba cada día más y todo el tiempo en que no estaba con Elizabeth, lo utilizaba intentando encontrar una cura, para eso leyó todo libro de medicina que pudo adquirir, pero en ninguno existía un tratamiento, lo único que pudo averiguar fue que una enfermedad con los mismos síntomas, en 1489, durante el cerco de Granada, los españoles perdieron tres mil hombres en acciones del enemigo, pero diez y siete mil murieron por la enfermedad. Esto solo aumentó su temor, él desconocía lo que los doctores sabían y, lamentablemente, lo que sabían era que no podían curar esta enfermedad, que se les presentaba cada tanto. Una tarde, como todas las demás, cuando se presenta en la casa de Elízabeth, su padre lo recibe con los ojos vidriosos, coloca la mano sobre su hombro y agacha la cabeza, Fausto queda paralizado, comprende que su peor temor se había concretado. Ingresa corriendo al cuarto y encuentra a la madre llorando junto al cuerpo de Elízabeth, cae de rodillas, su mundo acababa de perderse, se había esfumado violentamente con el último aliento de su amada y ahora todo carecía de sentido.


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