El deseo de
Fausto
La
tarde parecía despedirse de él, mientras observaba inmóvil, fundirse el mar con el cielo en el
horizonte. El último haz de luz se perdió en la distancia y la oscuridad lo
obligó a abandonar su apacible tendedura en la playa y como era habitual, se
encaminó hacia las cercanías del puerto, hacia las callejas de arena que
comenzaban a iluminarse con los destellos de las lámparas de aceite de tabernas
y burdeles, haciéndose visibles a los particulares visitantes de la isla.
Fausto
dividía perfectamente su tiempo real. Por las mañanas buscaba la manera de
subsistir haciendo lo que se le presentaba, tal modo era tan variado que es
imposible referirse a alguna actividad en especial, solo estaba atento a
cualquier posibilidad que le asegurara sobrellevar el día. Por las tardes solía
observar el mar, dejar volar su imaginación soñando con su mayor deseo, poder
viajar cruzando los mares, conocer en carne propia la vida de esos hombres, los
marinos y piratas que tanto admiraba. Por las noches iba en busca de ellos en
los lugares más frecuentados por estos y por ello sus caminatas por las
callejuelas cercanas al puerto. Fausto era un joven vivaz, curioso y valiente,
a pesar de su corta edad (aproximados quince años ya que desconocía el día de
su natalicio). Hacía tanto que estaba solo en este mundo, que ya había olvidado
lo que significaba una familia, la seguridad de un hogar y la guía de unos
padres, cosas que prácticamente no conoció.
Era
conocida su presencia en los alrededores del puerto y su disposición para
ganarse la vida por los lugareños, cosa que le aseguraba de alguna forma ser
requerido para cualquier tarea que fuese necesario y hasta incluso, contaba con
la benevolencia de algunos que inventaban trabajos para poder ayudarlo. El que
más solicitaba sus servicios era un viejo herrero, un hombre de edad
incalculable pero sumamente fuerte, con una miraba brillante, aguda e
intrigante, que difícilmente escapaba a la observación. Este robusto herrero lo
llamaba cada vez que lo veía y rápidamente le inventaba un trabajo para
ocuparlo, el cual Fausto realizaba con gran predisposición. Le agradaba, luego
de terminar su tarea, escuchar al anciano, había algo en él que lo fascinaba,
probablemente por el hecho que conocía muchas historias de marinos, de
corsarios y piratas, que gustaba relatar de muy buena manera. El herrero le
había contado tantas historias que parecía interesado en aumentar, si era
posible, el deseo de vivir tales aventuras. Existía cierto conocimiento en este
hombre sobre el joven que le otorgaba un evidente predominio, pero a este no le
molestaba o quizás no lo advertía, gozaba con sus historias y máxime cuando ya
había cubierto su necesidad diaria.
La
noche se adueñó de la isla y Fausto camina lentamente espiando los locales que
comenzaban vibrar con sus primeros clientes, estos eran piratas, filibusteros y
bucaneros, en su mayoría franceses, ingleses y holandeses, junto con todo tipo
de aventureros y cimarrones, por lo que las
charlas se entrelazaban en varios idiomas. Si bien estos hombres no pertenecían
a una clase social educada, muy por el contrario, eran toscos, rudos y
desenfrenados, su conducta era amigable, aunque cuando se armaba una discusión
podía terminar de la peor manera, pero no era la actitud dominante, todos
intentaban y para ellos de muy buena manera, celebrar la vida y nada mejor que
el ron y las mujeres para eso. En vano había intentado conseguir un empleo en
alguna de las tabernas, para trabajar sirviendo a los clientes, claramente su
intención era acercarse lo más posible a ellos, pero no lo había podido lograr,
por lo que debía conformarse con observarlos desde afuera.
La
isla es pequeña, de unos 180 km, pero era un buen refugio para los piratas y
con una posición estratégica que favorecía a estos en sus andanzas, por lo que
eran la población más numerosa. Debido al formato de la isla se la llamó La
Tortuga y estaba ubicada cerca de la costa norte de la isla La Española
(los países contemporáneos de Haití y República Dominicana), en plenas aguas
del Caribe. La Española, bautizada así por Cristóbal Colón o Saint-Domingue,
que es el nombre por el que fue conocida la colonia establecida por Francia en
la isla y que por un periodo de tiempo abarcó todo el territorio insular. La
isla La Tortuga fue la cuna de la Cofradía de los Hermanos de la Costa, los
piratas mejor organizados del caribe y una verdadera pesadilla para los
españoles. No era de extrañar entonces que en este lugar, cualquier joven de
espíritu aventurero, admirara a estos hombres y el huérfano Fausto no solo los
admiraba, quería ser uno de ellos.
En la
mañana del 14 de febrero de 1669, como de costumbres estaba buscando algo para
hacer y al pasar por la herrería es llamado por el anciano, esto era planeado en
cierta forma, ya que la dejaba como última alternativa, sabiendo que si no
encontraba nada antes, el anciano herrero seguramente algo le daría para hacer,
pero no quería presionar demasiado esta relación…
─
¿Cómo estás Fausto, tienes ganas de trabajar un poco?
─
Seguro Sr., estoy bien como siempre y dispuesto, ¿qué desea que haga?
─
Quiero que barras la herrería que hace rato no se limpia y dentro de poco no se
podrá caminar en ella.
─ Lo que Ud. ordene Sr.
El
anciano herrero continuó golpeando en el yunque una pieza de acero, sacándole
la escoria por unos minutos más, de pronto se detuvo y observándolo dijo:
─
Dime muchacho, ¿sigues tan interesado en realizar un viaje en barco?
─ Por
supuesto Sr. es lo que más deseo ─no demoró un segundo en responder con
seguridad y el anciano ladeo su cabeza sonriendo.
─
Ayer me encontré con un viejo amigo, un capitán pirata y le pregunté si quería
sumar a su tripulación a un joven como tú para trabajar en su barco.
─ ¿Y
cuál fue su respuesta? ─interrumpió Fausto con expectativa indisimulada.
─ Me
respondió con otra pregunta, quería saber si ese muchacho tenía idea de lo duro
que sería el trabajo y si lo veía capaz de poder hacerlo.
─ ¿Y
qué le dijo Ud.? ─el anciano demoró su respuesta, como disfrutando de la ansiedad
de Fausto por saber lo que diría.
─
Bueno, le he dicho que creo que el joven es apto y tiene gran entusiasmo.
─
¿Entonces?
─
Entonces, si estás interesado, deberás ir ni bien puedas, zarpará en pocos
días.
─ ¿Y
cómo se llama este capitán?
─ Su
nombre es Jean David Nau, pero es más conocido como François L'Olonnais o, más
aún, como El Olonés.
─ ¡El
Olonés, después de Morgan es el pirata más famoso de aquí, no lo puedo creer!
Ese
día, ni bien terminó con sus tareas no hubo tiempo para relatos, estaba
presuroso por ir al puerto en busca del famoso capitán. El puerto era un
conjunto de pequeños muelles paralelos a la fortaleza de piedra que había sido
construida, hacía unos treinta años por el gobernador Le Vasseur, un hombre con
experiencia ya que había sido uno de los pobladores de la isla de San
Cristóbal, que fue colonizada con apoyo del cardenal Richelieu, creando incluso
una Compañía para su explotación. Ocupada la isla, levantaron un fortín con
cañones en la cumbre más elevada, el Fort de Rocher, que contó
originariamente con 40 piezas de artillería para custodiar el puerto y las
cercanías, defendiéndola de los ataques de los españoles, ingleses y
holandeses. Gracias a esto la isla se convirtió en una guarida segura para los
piratas filibusteros, pronto se llenó de ellos y disfrutaban de un buen lugar
como base para realizar sus expediciones, asaltando barcos españoles e incluso
pequeñas poblaciones. Trajeron colonos que cultivaron la tierra y preparaban la
tan popular carne de res ahumada “bucán” (que da origen al término bucanero),
que era uno de los principales alimentos de los marinos, porque se conservaba
largo tiempo. También llegaron comerciantes para hacer negocios, los piratas
necesitaban sitios donde vender los objetos robados y comprar los
avituallamientos de sus naves, de esta manera podían obtener pólvora, armas,
telas, etc. El gobernador De La Place, quien admiraba a L'Olonnais por sus
éxitos en los saqueos de Maracaibo y Gibraltar en 1668, le confió un pequeño
navío para combatir a los españoles en estas aguas del mar Caribe. La mayoría
de los piratas actuaban solitariamente y empleaban para sus fechorías barcos
pequeños y muy rápidos, los denominados Fly Boats (barcos voladores) de
los cuales proviene la palabra filibusteros, con la que se denomina también a
los piratas. Estos barcos estaban armados con 10 o 20 cañones y su presa más
común eran los pesados y lentos mercantes. La rapidez de sus embarcaciones les
permitía atacar y desaparecer rápidamente, esquivando cualquier navío de guerra
que pretendiera darles caza.
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