Es importante recordar que el tiempo se desplaza lento, pero inexorable. La franja que llamamos vida, que nos ocupa en existir, se va modificando constantemente, inclinando la balanza hacia la muerte desde el primer día. Rara vez tomamos conciencia de ello, hasta que nos acercamos tanto que comenzamos a conversar con ella, tuteándola. Esa familiaridad la hace un poco menos trágica.
Nada ni nadie nos prepara para vivir, y la vida no es lo suficientemente larga para aprenderlo todo. Llegamos al mundo sin pedirlo y nos cargan con costumbres, ideas, errores, complejos, frustraciones y deseos. Lo más terrible es que nos lo hacen con absoluta ingenuidad. Luego, con lo que queda, cada uno hace lo que puede de sí mismo.
Esto complica las cosas: primero debemos aprender, luego corregir lo aprendido, y eso nos roba una parte importante de la vida. Algunos se preguntan, en un instante determinado, por qué han vivido. Muchos intentan evitar la cuestión, pero otros hacen una crítica honesta, en el estricto sentido de la palabra.
No importan tanto las conclusiones, sino la conciencia de la razón y de la volición surgida de la libertad conquistada. Que nuestro aprendizaje cognitivo nos permita comprender por qué hemos trabajado, estudiado, amado, respirado… existido. Si hemos tenido éxito en la empresa de vivir, solo nuestra conciencia lo sabe; no importa lo que piensen los demás.
Nunca será suficiente, pero tampoco será paupérrimo, siempre que la balanza no se incline completamente hacia la desidia y el absurdo. Cada uno sabrá en qué debe mejorar, con el tiempo que le quede, para que su vida tenga sentido. No esperen al instante final: la muerte es, irónicamente, una puerta hacia la nada, sin importar lo que se haya creído antes de cruzarla. Vivamos para que, cuando llegue la nada, no sea por habernos escapado a nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario