Deseo… ese maldito deseo de ser lo que no soy, creando otra realidad.
La realidad, ese lugar que la mayoría evita por cruel, crítica e implacable. Mejor la fantasía, más amable, complaciente, generosa. Por eso se prefiere, aunque no se reconozca ni distinga.
Si la vida debiera vivirse con despiadada honestidad, sería casi imposible de soportar para los típicos mortales. Probablemente por eso tantas veces me miento a mí mismo, me confundo, excuso mis fracasos y minimizo mis errores. Creo decir lo que pienso, pero ¿y si ese pensamiento no es mío? ¿Si es externo, incorporado, ajeno?
Al final, me consuelo: soy un simple mortal, uno más entre la multitud. Una multitud negada, odiada por común, por la común unión de todos. Cierto que esa rutina vulgar es evadida por unos pocos: los elegidos que pueden mentir en público con máscaras, crear, modificar la realidad… Bendita actuación, tanto envidiada.
Yo, entre mi realidad y mi fantasía, subsisto a saltos. Asumo el pecado de lo no hecho más que de lo hecho con locura. Tal vez la verdadera locura no sea actuar, sino aceptar resignadamente la pasividad de lo cotidiano, el destino impuesto vaya a saber por quién.
La responsabilidad… esa palabrita que me cuesta entender. Solo comprendo la responsabilidad de los actos realizados, pero ¿la responsabilidad que se me reclama antes de actuar? ¿Un apriorismo kantiano? Para mí, la mayor responsabilidad es hacia uno mismo. Como el amor: debes amarte para amar a los demás. Amar la vida para respetar la vida ajena, amar el arte para amar al artista, amar la naturaleza para amar nuestra casa común.
En definitiva, todo se relaciona con el amor. Mal entendido, confundido con el sexo, reducido a necesidad biológica o placer. Pero el amor es mucho más. El sexo es sexo; el amor es un universo aparte.
Y así volvemos a nuestra dualidad: el mundo real, que nos arrastra y dicta lo que debemos hacer sin importarle si nos hace felices, y el mundo de nuestra fantasía, donde todo tiene sentido, explicación, justificación… donde encontramos felicidad, aunque sea efímera.
Aclaro: no hablo de sueños o anhelos. Esos son reales, posibles o no, pero no se envuelven en mentira. Hablo del mundo de fantasía que creamos a nuestro antojo: benevolente, falaz. Una necesidad típicamente humana, más o menos marcada en todos, exacerbada en algunos.
Vivimos fusionando ambos mundos y creemos que eso nos define. Pero solo una crítica honesta y profunda puede mostrarnos quiénes somos realmente. Es un proceso arduo y doloroso. Para algunos, tan necesario como respirar. Porque deseo, ese maldito deseo de ser lo que no soy, es crecer. Transformar la utopía en propósito, el anhelo en objetivo realizable.
Nuestros mundos paralelos están sincronizados, pero solo quien los analiza comprende su profundidad. La mayoría cree vivir en un solo mundo, con variables buenas y malas, aciertos y errores. Más conveniente así: ignorar la propia hipocresía. Pero todo se derrumba cuando nos detenemos, razonamos sinceramente, aceptamos nuestra imperfección y dejan de importarnos las máscaras.
Entonces comenzamos a vivir en un solo mundo: el nuestro. Maravilloso y real, abominable y falaz.
Sí… eso es lo que muchos creen que hacen.
(Y yo sonrío, porque finalmente entiendo algo: vivir en verdad es un acto de coraje, y yo… estoy dispuesto a ello.)
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