Formar parte del colectivo cotidiano genera un fastidio profundo, que intenta rebelarse en furia incontenible, pero es siempre aplacado por el temor. Las pequeñas dosis de absurdo que debemos beber periódicamente nos envenenan lenta pero inexorablemente, y el alma se apaga en lamentos silenciosos, aquellos que nadie oye y que preferimos que así sea, que mueran en el anonimato de la mudez, del permanente espanto de los juicios ajenos y, sobre todo, del propio: de la desnudez que obliga, expone y fragiliza.
Obligados a crear muros que nos protejan, nos separamos de la realidad, nos evadimos y engañamos, nos justificamos con mentiras piadosas y, finalmente, caemos en un abismo tras recorrer un oscuro laberinto creado para encerrarnos, silenciarnos, someternos, aprisionarnos en esperanzas utópicas, en sueños deseados pero tan distantes, tan irreales, que no llegan siquiera a confundirnos ni a conformarnos. Aun así, los aceptamos como única opción, porque, al fin, estamos protegidos de nuestras miserias, de nosotros mismos.
Cada día el abismo se hace más profundo y oscuro; la decepción lo agiganta, y la depresión lo convierte en infinito. Entonces debemos volver a engañarnos, con mayor astucia y mejores argumentos, aunque sabemos que no funcionará, que no podremos escapar, que jamás saldremos ilesos, y que las heridas terminarán consumiendo al ser dócil, domesticado… patético.
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