Miro el piso y lo reconozco, viejo y gastado,
sus asientos me cuentan años de usos,
y a la mesa húmeda por el trapo recién pasado
reparo su desbalance con un papel doblado.
La hosquedad gallega del eterno mozo,
el bullicio ahogado de repetidos clientes,
y el ventanal que jamás cede a mi antojo,
con la sensación de un tiempo detenido, latente.
Los ojos que de soslayo curiosos me observan,
las palabras que se pierden de bocas ajenas,
y en mi soledad compartida en la cercanía,
reservo el vacío de la única silla contrapuesta.
Me pregunto el porqué de mis visitas diarias,
fundiéndome con deseados aromas familiares,
y la respuesta surge rotunda desde mis entrañas:
porque, sin ser mi hogar, es mi segunda casa.
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