Faso, puto faso, mal compañero que siempre estás, y en las penumbras, profundamente oscuras, con los ecos suaves que rebotan del sonido que me distrae y me atrapa.
Me dispongo a sentir y busco ayuda en un coñac, si bien son dos o tres, no importa. Lo que importa está oculto todavía, escondido dentro de mí, y espero. Un frío placentero, o tal vez no, me invade; tampoco importa. Enciendo otro cigarrillo y sigo esperando. Cualquier prenda es útil para aplacarlo, aunque no esté aterido —no es posible con veinte grados—; siento como si lo estuviese. El coñac me ayuda en eso y nada más.
Alcohol y faso, la puta, que hemos estado juntos muchas veces y hasta algunas fueron buenas, sobre todo aquellas que me dejaron inconsciente, relevado de la realidad, de esta realidad de mierda que me ha torturado toda la vida y que sigue torturándome, y no sé por qué.
Pienso en mí y en quién soy, si soy lo que siento que soy o solo es una ilusión, y me detengo piadosamente. Ahora, en el impasse que me he otorgado —vaya a saber por qué—, no puedo evitar comparar. Y a pesar de no estar de acuerdo con las comparaciones, lo hago. Qué estúpido me veo.
Tengo tantos pensamientos en la cabeza que creo que, si quisiera expresarlos, me volvería loco, loco, jajajajaja. ¿Y cómo saber si ya no lo estoy, o si siempre lo estuve y no me di cuenta? Una vez alguien dijo que "solo el loco sabe del placer que la locura encierra", pero yo nunca encontré ese placer. Todo lo contrario: en mi supuesta locura solo encuentro confusión, desacuerdo, incomprensión, conflicto, intolerancia.
Intolerancia… pucha, cómo odio mi intolerancia. La odio más que a la intolerancia de los demás. Debe ser porque mi intolerancia es abarcadora, suprema, insoportable, absoluta, ya que ataca a todos o a casi todos; sí, seguro que a casi todos, porque hay gente que me gusta —pensándolo bien, es bastante—, para mí, la gente que me gusta; pero es mucha más la que detesto, muchísima más.
Como detesto a la gente, es verdad, la detesto. Pero ellos no son culpables, en realidad son víctimas: pobres víctimas de su mediocridad, de su asquerosa y abrumadora mediocridad. ¿Y cómo no odiar la mediocridad? Solo no la odia el mediocre, porque no la distingue, no la advierte, no lo tortura.
Por otro lado, pienso: ¿quién soy yo para juzgar la mediocridad de otros, sin primero juzgar la propia, la que no puedo evitar ni disimular? Sé que muchos no me van a entender, estoy absolutamente seguro de ello, pero tampoco me importa. Lo que me importa es tratar de entenderme a mí mismo, y eso ya me resulta bastante complicado como para perder el tiempo con los demás.
Ya son las cinco de la mañana y yo aquí, sentado, intentando redondear una idea que no termina de surgir. No creo que vaya a publicar algo como esto, pero lo escribo porque necesito escribirlo y tal vez guardarlo por siempre, mientras pueda.
Adiós, horribles humanos, y a los otros, los pocos que no lo son, salud.
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