La tarde se opaca y las sombras comienzan a diluirse,
sus ojos se enturbian, intentando recordar y comprender.
El tiempo se desliza lentamente, como todo a su alrededor,
un silencio lo golpea en el alma y la soledad lo abraza.
Sus manos marchitas y temblorosas admiten impotencia,
su cuerpo gastado y derrumbado implora algo de piedad,
pero la indiferencia lo desgarra con habitual crueldad,
despojándolo de cualquier esperanza, de cualquier ilusión.
Recostado en la acera, observa las siluetas apartándose,
escapando a su proximidad como de la peor enfermedad.
Su corazón, que apenas palpita, conserva un poco de calor,
el indispensable para respirar, aguardando un aterido sueño.
El sol reaparece y su luz dibuja nuevamente las sombras,
la calle despierta en su cotidiana rutina, como enajenada,
mientras un montón de huesos y carne permanece inerte,
casi invisible, condenado con desprecio al absoluto olvido.
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