Quizá pretendía crear un relato conmovedor, despertar sentimientos, pero tal vez todo quedaba en la intención. Esta es la historia de un hombre que amó el amor.
No amaba de manera común: no era el amor marital, filial, ni el amor por la vida, la naturaleza o la belleza. Su amor se dirigía al amor mismo, al acto de amar. Lo sentía en cada instante, en cada partícula que lo rodeaba. Intentar encasillarlo en algo concreto era empequeñecerlo, limitarlo a una realidad que no podía contenerlo.
El amor, para él, era fuente de cambio y permanencia, de quietud y expansión. No tenía objeto, ni condición; existía sin razón, y al mismo tiempo, con toda la razón. Amar era gozar del amor, disfrutarlo por sí mismo, sin esperar nada a cambio.
Amó todo con tal intensidad que su pecho ya no pudo contenerlo. Su ser, lo último que amó, partió hacia un cosmos pleno de amor, dejando el mundo bañado en su pureza. Pero era un amor tan absoluto, tan inmenso, que nadie pudo comprenderlo. Nadie supo cuándo partió ni por qué, y aun así, todo quedó impregnado de su amor, invisible pero total, absoluto.
Amó y dejó que el mundo amara a su manera, porque el amor verdadero no puede poseerse. Solo puede sentirse, desplegarse y trascender.
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