La botella está vacía, la noche ha recorrido la mitad de su trayecto, el lugar está por cerrar, es hora de marchar.
El frío lo golpea al salir del local, una intensa niebla opaca las pocas luces de la calle, camina hacia las afueras del pueblo cargando un improvisado hatillo. Nadie se cruza en su camino, continua hasta llegar a las ruinas de un antiguo portal de hierro, emplazado en una colina. Ingresa al campo santo con paso lento pero seguro, evidente conocedor del sitio, por lo que la niebla no lo perturba ni estorba. Se detiene frente a una sepultura, arroja a un costado el hatillo y se inclina. Luego de unos minutos de pasiva observación, por fin se decide, desarma el hatillo cuyo palo es una pala y comienza a cavar en la tumba. Con esfuerzo logra destapar el ataúd y descubrir a una joven, recientemente enterrada, toma de la bolsa unas especies y un hilo de saliva se escurre de su boca, que se transforma en una sonrisa maliciosa, al tiempo que susurra "La mesa está servida".
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