La oscuridad hacía más frío el frío, y esa pequeña ventisca que penetra por las rendijas de la ventana es molesta e irrefrenable. La calefacción no llega a este cuarto; no comprendo por qué, pero por más que mantenga cálida toda la casa, aquí nunca se atempera el frío, ni siquiera en verano.
No estoy seguro de por qué termino siendo mi escritorio: tal vez porque nadie más lo quiso, o porque yo lo elegí sin recordar la razón.
La tormenta ha interrumpido el suministro eléctrico. Solo los relámpagos iluminan la habitación, proyectando figuras espeluznantes en las paredes. Reconozco, aunque me suene absurdo, que el ambiente me genera cierto resquemor. Fantaseo con sombras extrañas, y mi cuerpo se estremece, erizándome la piel con un temor que al mismo tiempo me produce placer.
Ese cuarto frío y oscuro me ayuda a sumergirme en mi mundo: el de mis historias de terror. Trabajo aquí, escribo aquí, vivo aquí. La tormenta no cesa y he perdido la noción del tiempo; ya casi no recuerdo otro momento fuera de estas paredes. Intento no pensar en ello, porque me distrae e impide avanzar en la historia, esa que siempre sueño y que es la más aterradora de todas.
Pero ahora me esfuerzo en vano por recordarla. La pesadilla se escapa de mi mente… y sin embargo, hay algo extraño: al mirar alrededor, reconozco los mismos detalles que en mi sueño olvidado. La ventana, la rendija, la sombra en el rincón.
Estoy en mi cuarto de trabajo. Frío, siempre frío. La tormenta ruge, la electricidad no vuelve, y solo los rayos iluminan la habitación. Me recorre un escalofrío, uno distinto, uno que no proviene del viento.
No estoy escribiendo una historia.
Soy parte de ella.

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