Cada segundo se extendía eterno, el tiempo había perdido su expresión y se dilataba caprichoso, burlándose de las mediciones tradicionales para reflejar otra realidad, algo desconocido e incomprensible.
Experimentar ese sentido primitivo que despierta un temor irracional, pero seguro, palpable, es tan angustiante como la consolidación de la peor pesadilla.
Ignorar lo que vendrá, pero sabiendo que será pavoroso, es difícil de enfrentar con elegancia. En las películas lo muestran distinto, pero la realidad es otra: más profunda, misteriosa y desgarrante.
Perdida la noción del tiempo, las siluetas antes difusas comienzan a representarse con mayor nitidez y resultan más espeluznantes, aterradoras, ya no son sombras con las que jugaba su imaginación.
No hay cómo escapar o esconderse en la oscuridad del cuarto, mientras una fuerte brisa sacude las cortinas, dando el único sonido audible, un silbido ahogado. Al retroceder, choca contra una pared: es el límite. Ya no hay más espacio, la cercanía es inevitable, cada vez más estrecha. El corazón palpita frenético mientras el cuerpo se paraliza, aterido. Cierra sus ojos, como un niño, esperando el horrible final.
Cuando todo se disipa, observa su cuarto, el viento que entra por la ventana, en la penumbra de la noche comprende que fue una pesadilla. Se levanta y quiere salir de la habitación, pero no puede abrir la puerta, no entiende por qué.
Al girar ve la palidez de su cuerpo extendido en la cama.
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