Por la pasión extinguida
brotaban cruces en la colina,
y las lápidas pálidas
entonaban su canto melancólico.
Fui leal a mi espíritu
renunciando a viejas creencias,
y debí endurecer el alma
para mantener viva mi libertad.
En la vulgar puerilidad
sepulté mis pasiones absurdas,
y en solemnes estrados
protegí mis ideas profanas.
Jamás quise ser penitente
del vasto rebaño blanco;
y así pagué, sin clemencia,
el perturbador impuesto de la razón.
Soy un volcán
que oculta su ira indomable;
soy el mar silencioso
que abarca todo sin ser visto.
Soy la humillación merecida
por los que yerran sin saberlo,
y un resplandor fugaz
en las hogueras de la ignorancia.
Aceptar la negación
fue mi destino tosco e inevitable;
tolerar la estupidez ajena,
materia para siempre reprobada.
En el barro turbio de la mediocridad
hube de revolcarme desnudo,
solo por seguir el rastro oscuro
de un mundo que se desgarra.
Quise ser la luz
en la noche eterna del inconsciente,
pero terminé siendo apenas
el infortunio, de la pobre vulgaridad
de mi estéril existencia.
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