Encontrar la felicidad parecía mi destino más ansiado, y en su búsqueda ofrecí todos mis esfuerzos, sin saber qué caminos debía recorrer. Transité por todos los que pude hallar. Las calles fueron escenarios, montados para calmar mi ansiedad, pero en ellas no la encontré; solo retazos que guardé con avaricia en mi memoria.
Salí a las rutas, ilusionándome con el verdor y la lejanía de la gris ciudad. Solo perfumes y colores hallé: la felicidad no estaba allí, solo lo aparentaba. Intenté refugiarme en pequeños poblados y buscarla en la paz, pero solo rescaté momentos aislados, insuficientes para completarla.
El mar, las montañas, los valles y el cielo me llamaban, diciéndome que estaba por ahí, pero nunca pude encontrarla. Volví derrotado a mi punto de partida, sin éxito ni esperanza. Y cuando creí que jamás la hallaría, la vi… en un espejo. Siempre estuvo al alcance de mis manos, tan cerca, tan dentro de mí, que parecía no existir.
Descubrí que la felicidad estaba en un solo lugar: mi corazón. El único camino para conocerla era el del amor, y entendí que tampoco era permanente: podía marcharse, volver, aparecer en un instante, desaparecer en otro. No era un estado, ni una cosa, ni un momento. Era algo dentro de mí, más allá de mí, pero que solo se completaba compartiéndola con alguien más.
Fue entonces que la conocí de verdad. Por suerte, ahora está casi siempre cerca mío, y puedo acariciarla cuantas veces quiera. Solo espero tener la suerte de retenerla por siempre, aunque sé que depende de mí compartirla con quienes amo.
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