Poema: "Confesiones desde la colina de los muertos"

 

Por la pasión extinguida
brotaban cruces en la colina,
y las lápidas pálidas
entonaban su canto melancólico.

Fui leal a mi espíritu
renunciando a viejas creencias,
y debí endurecer el alma
para mantener viva mi libertad.

En la vulgar puerilidad
sepulté mis pasiones absurdas,
y en solemnes estrados
protegí mis ideas profanas.

Jamás quise ser penitente
del vasto rebaño blanco;
y así pagué, sin clemencia,
el perturbador impuesto de la razón.

Soy un volcán
que oculta su ira indomable;
soy el mar silencioso
que abarca todo sin ser visto.

Soy la humillación merecida
por los que yerran sin saberlo,
y un resplandor fugaz
en las hogueras de la ignorancia.

Aceptar la negación
fue mi destino tosco e inevitable;
tolerar la estupidez ajena,
materia para siempre reprobada.

En el barro turbio de la mediocridad
hube de revolcarme desnudo,
solo por seguir el rastro oscuro
de un mundo que se desgarra.

Quise ser la luz
en la noche eterna del inconsciente,
pero terminé siendo apenas
el infortunio, de la pobre vulgaridad
de mi estéril existencia.


Poema: "Eco de lo que fui"




Mi ayer simuló perfecto
un parecer que solo fue un eco.
Pude crecer siendo imperfecto
y supe perder lo que aún lamento.

Quise partir y ser abrigo,
quise querer y ser querido.
No hay mayor pena que lo perdido
ni mejor perdón que el propio olvido.

En las fauces del dolor me entregué
y por ellas conocí la bella tristeza,
que derramando mieles me ha bañado
bajo una lluvia tenue de pálidos lamentos.

Soy el fruto prohibido de lo probable
sin ser más de lo mismo que muchos.
y para saciar la pasión de lo deseado
renuncié al pudor de mis engaños.

El atardecer que oscurece me recuerda
la fragilidad de mi débil conciencia.
Nada ha de disimular la penumbra
de mi pueril vanidad desierta.

Soy lo que fui y fui lo que soy
y a nadie debo pedirle perdón.




Poema: "Lo que cae del tiempo"

 

Cayeron hojas en el tiempo,
no por otoño, sino por cansancio;
dejaron huecos en la memoria,
como puertas que nadie quiso cerrar.

La tiranía avanza en silencio,
interrumpe con migas de alegría,
mientras los recuerdos se destiñen
como fotos que olvidaron el color.

¿Y cómo vivir sin esa nostalgia?
¿Y cómo aliviar este peso?,
si la angustia desfila elegante
con un vestido empapado en lágrimas.

El ayer, tan convincente, mentía,
prometía eternidades sin conciencia,
y ahora los fantasmas exigen cuentas
por la torpeza que les ofrecimos.

No retengo los últimos abrazos,
se me escapan como agua sucia;
y las palabras dulces, ya distantes,
viajan en un cauce que no mira atrás.

Partir parece un descanso,
quedarse, la verdadera pena,
cargar los restos de lo perdido
como quien arrastra la sombra de su nombre.

Tal vez el final no sea un abismo,
sino un lugar sin nombres ni deberes,
donde lo vivido se disuelva
como un susurro que nadie recuerda.

Un eco en la distancia
repite mi nombre,
y su voz, cada día,
se parece más a la mía.


Cuento: "El límite"

 


Sus manos temblaban incontrolables, un sudor frío recorría su espalda mientras las sombras jugaban con su imaginación. La soledad no le era extraña, pero algo había cambiado, tenía una sensación confusa que lo alertaba, lo disponía a enfrentar lo ilógico, un absurdo inexistente hasta ese instante.
Cada segundo se extendía eterno, el tiempo había perdido su expresión y se dilataba caprichoso, burlándose de las mediciones tradicionales para reflejar otra realidad, algo desconocido e incomprensible.
Experimentar ese sentido primitivo que despierta un temor irracional, pero seguro, palpable, es tan angustiante como la consolidación de la peor pesadilla.
Ignorar lo que vendrá, pero sabiendo que será pavoroso, es difícil de enfrentar con elegancia. En las películas lo muestran distinto, pero la realidad es otra: más profunda, misteriosa y desgarrante.
Perdida la noción del tiempo, las siluetas antes difusas comienzan a representarse con mayor nitidez y resultan más espeluznantes, aterradoras, ya no son sombras con las que jugaba su imaginación.
No hay cómo escapar o esconderse en la oscuridad del cuarto, mientras una fuerte brisa sacude las cortinas, dando el único sonido audible, un silbido ahogado. Al retroceder, choca contra una pared: es el límite. Ya no hay más espacio, la cercanía es inevitable, cada vez más estrecha. El corazón palpita frenético mientras el cuerpo se paraliza, aterido. Cierra sus ojos, como un niño, esperando el horrible final.
Cuando todo se disipa, observa su cuarto, el viento que entra por la ventana, en la penumbra de la noche comprende que fue una pesadilla. Se levanta y quiere salir de la habitación, pero no puede abrir la puerta, no entiende por qué.
Al girar ve la palidez de su cuerpo extendido en la cama.


Poema: "No ha de volver"

 


Cuando los recuerdos comienzan a ser un sueño
y la realidad se confunde en el tiempo.
Despertar abrazando una idea absurda,
que se pierde en tan solo un instante.
La tristeza me invade impiadosa,
bajo el pretexto de una conciencia cansada.
Me desespera la impotencia ante lo inevitable,
creando fragmentos, trozos de vida,
que quieren sobreponerse, perdurar, crecer,
mantenerse intactos en lo eterno de un segundo.
Busco en todos los rincones de mi mente,
hurgando en acumuladas décadas pasadas,
pero se escapa, huyen de mí, ya no me desea.
¿Será la respuesta de la sutil locura?,
¿o solo será el castigo del pueril olvido?
¡Como extraño la pureza de mi inocencia!,
de esa torpe imaginación que desbordaba,
creando universos de misterio y de gracia.
Me ha abandonado, ella se ha ido, ha huido
y no hay manera prudente que la haga regresar.
De nada sirve la gentil añoranza,
nada puede devolverla, se ha despedido,
solo me queda llorar, mi perdida fantasía.




Poema: "Himno profano"

 

Si pudiera poner en gesto lo que pienso,
la espera alumbraría indulgencia en mí;
en súplica errante germinan hipocresías.

Todo sepulcro lleva su estéril lápida,
todo profeta, raíz inmunda.
Fui profano por audacia, y la audacia me desgarró.

Bebí del manantial y ardí en deseo;
en el barro entendí lo fugaz del empeño.
Cada cruz inventa su excusa en llanto;
cada llanto cincela una cruz en el tiempo.

Si la conciencia se adormece por frágil,
así y todo abrazará su ciencia.
La bestia se pone encajes: fiera vestida de seda
en la senda sucia que la alimenta.

Me oirán aunque no quieran, me padecerán aunque duela;
de la sana razón quedan solo trozos,
y el mundo aplaude la pueril actuación.

Recibí abrazo y rechazo; fui lo que quise ser,
lo demás, trucos fallidos que oculté para guardar mi canto.
Si la voz claudica ante el llanto, las palabras serán destino:
si la voz se calla, el fuego grabará mi himno.


Poema: "Para mamá"



Tuve que dar el paso, fui obligado
y juro lamentar el dolor causado,
porque tu calor abarcaba mi mundo
en el vientre tibio de suave abrazo.

Hube de arrastrarme en la crueldad,
que golpea feroz con el frio asfalto
y sin ruegos ni llantos en penumbras,
buscar ciego al recuerdo olvidado.

No existieron caricias tiernas y dulces,
solo sus ojos que me regalaban amor
y con la timidez de sus casi diez lustros,
partió de mí sin siquiera dejar un adios.

Tantas veces he querido regresar a ti
y tener el poder de engañar al tiempo,
tantas veces he querido contigo partir,
para poder volver a tu lado de nuevo.






Texto: "El juego de la vida"

Pasajes de la vida conjugados en el tiempo, reviviendo instantes en incesantes ecos. Torbellino de recuerdos donde el placer selecciona lo prevalente y nos envuelven en una nostalgia dulce y dolorosa, añorante. Cuando el futuro es cercano, el pasado cobra nuevos y desmedidos valores, que solo el cognoscente puede interpretar, para jugar el juego que, inexorablemente, perderá, donde lo único importante es como se ha jugado.


El Joven Fausto (libro físico)



Capítulo I


El deseo de Fausto


La tarde parecía despedirse de él. Inmóvil, contemplaba cómo el mar se fundía con el cielo en el horizonte. El último haz de luz se desvaneció en la distancia y la oscuridad lo obligó a abandonar aquella apacible contemplación. Como era habitual, se encaminó hacia las cercanías del puerto, por las callejuelas de arena que comenzaban a iluminarse con los destellos de las lámparas de aceite de tabernas y burdeles, ahora visibles para los peculiares visitantes de la isla.

Fausto organizaba su tiempo con precisión. Por las mañanas se dedicaba a cualquier tarea que le permitiera subsistir: no había oficio fijo, solo la disposición de estar atento a lo que surgiera. Por las tardes, en cambio, solía sentarse a observar el mar y dejar que su imaginación volara hacia su mayor deseo: cruzar los mares y conocer la vida de marinos y piratas, aquellos hombres a quienes tanto admiraba. Las noches las reservaba para buscarlos en los lugares que frecuentaban, y de allí sus andanzas por las callejuelas cercanas al puerto.

Era un joven vivaz, curioso y valiente, aunque apenas contaba con quince años —aproximadamente, pues desconocía el día de su natalicio—. Había pasado tanto tiempo solo en el mundo que ya había olvidado qué significaba tener una familia, la seguridad de un hogar o la guía de unos padres. En realidad, casi no había conocido esas cosas.

Los lugareños del puerto reconocían su presencia habitual y valoraban su disposición para el trabajo. Muchos lo requerían para tareas diversas, e incluso algunos inventaban oficios con tal de ayudarlo. El más constante era un viejo herrero: un hombre de edad incierta, fuerte, de mirada brillante y penetrante, imposible de esquivar. Cada vez que lo veía, lo llamaba y le asignaba algún trabajo, que Fausto realizaba con esmero. Lo que más le agradaba era quedarse luego a escuchar sus relatos. El anciano conocía decenas de historias sobre marinos, corsarios y piratas, y las narraba con un encanto que mantenía al joven fascinado. Más que desalentar su deseo de aventuras, parecía avivarlo cada vez más.

Cuando la noche se adueñaba de la isla, Fausto recorría lentamente las calles del puerto, espiando las tabernas que comenzaban a vibrar con sus primeros clientes: piratas, filibusteros y bucaneros, en su mayoría franceses, ingleses u holandeses, mezclados con toda clase de aventureros y cimarrones. Las charlas se cruzaban en varios idiomas. Eran hombres rudos, toscos, pero con un extraño sentido de camaradería. Celebraban la vida entre ron y mujeres, aunque una discusión podía transformarse en tragedia en un abrir y cerrar de ojos.

Más de una vez Fausto había intentado trabajar en alguna de esas tabernas, solo para acercarse a ellos. Siempre fue en vano: nunca lo contrataron. Debía conformarse con observar desde afuera.

La isla que habitaba tenía apenas 180 kilómetros de extensión, pero era un refugio perfecto para los piratas. Su posición estratégica los favorecía en sus andanzas, y de hecho conformaban la mayor parte de la población. Por su forma se la conocía como La Tortuga, situada al norte de La Española (la actual Haití y República Dominicana). Había sido cuna de la Cofradía de los Hermanos de la Costa, los piratas mejor organizados del Caribe, y verdadera pesadilla para los españoles. No extrañaba entonces que cualquier joven con espíritu aventurero soñara con imitarlos. Fausto no solo los admiraba: quería ser uno de ellos.

La mañana del 14 de febrero de 1669, como era costumbre, buscaba algo que hacer. Al pasar frente a la herrería, el anciano lo llamó. Fausto dejaba siempre esa opción como último recurso: sabía que, si no encontraba nada, el herrero le daría alguna tarea, aunque evitaba abusar de su generosidad.

—¿Cómo estás, Fausto? ¿Tienes ganas de trabajar un poco?

—Seguro, señor, dispuesto como siempre. ¿Qué desea que haga?

—Quiero que barras la herrería. Hace rato que no se limpia y pronto no se podrá caminar en ella.

—Lo que usted ordene, señor.

El martilleo sobre el yunque retumbó unos minutos más. Luego, el herrero se detuvo, lo miró con cierta intensidad y preguntó:

—Dime, muchacho, ¿sigues tan interesado en viajar en un barco?

—Por supuesto, señor. Es lo que más deseo. —La respuesta salió sin vacilar. El anciano sonrió, ladeando la cabeza.

—Ayer me encontré con un viejo amigo, un capitán pirata. Le pregunté si aceptaría sumar a un joven como tú en su tripulación.

—¿Y qué respondió? —replicó Fausto con ansiosa expectativa.

—Me respondió con otra pregunta: si creía yo que ese muchacho tenía idea de lo duro que sería el trabajo y si era capaz de soportarlo.

—¿Y usted qué le dijo? —Fausto contenía la respiración.

—Le dije que creo en tu entusiasmo y en tu capacidad.

—¿Entonces…?

—Entonces, si realmente lo deseas, deberás ir cuanto antes. Su barco zarpará en pocos días.

—¿Y cómo se llama ese capitán?

—Jean David Nau, aunque todos lo conocen como François L’Olonnais, o simplemente El Olonés.

—¡El Olonés! Después de Morgan, es el pirata más famoso de estas aguas. ¡No lo puedo creer!

Ese día, tras terminar su labor, Fausto no esperó los habituales relatos. Corrió al puerto en busca del legendario capitán. El muelle era un conjunto de pasarelas de madera junto a la fortaleza de piedra levantada treinta años atrás por el gobernador Le Vasseur, experimentado colono de San Cristóbal y protegido del cardenal Richelieu. Aquel hombre había hecho construir el Fort de Rocher, con cuarenta cañones dispuestos para proteger el puerto de los ataques españoles, ingleses u holandeses.

Gracias a esa defensa, La Tortuga se convirtió en una guarida segura para los filibusteros. Pronto llegaron más y más: saqueaban barcos españoles, atacaban pequeñas poblaciones, traían colonos que cultivaban la tierra y producían el famoso “bucán” —carne ahumada que daba origen al término bucanero. Comerciantes acudían también, pues los piratas necesitaban vender su botín y adquirir pólvora, armas o telas.

El gobernador De La Place, admirador de L’Olonnais por sus recientes saqueos de Maracaibo y Gibraltar, le había confiado un pequeño navío para hostigar a los españoles. La mayoría de los piratas actuaba de forma independiente, con barcos pequeños y veloces, conocidos como Fly Boats (de allí el término filibusteros). Con diez o veinte cañones, atacaban mercantes lentos y pesados, y su rapidez les permitía huir antes de que un navío de guerra pudiera darles alcance.

Fausto, al llegar al puerto, sabía que estaba a punto de cruzar el umbral de sus sueños.




Capítulo II


El capitán François L’Olonnais


Cuando llegó al puerto, no le fue difícil encontrar al capitán: bastó con preguntar por él y enseguida le indicaron dónde estaba. L’Olonnais era muy conocido, no solo por ser un gran pirata, sino más aún por su crueldad. Se contaban muchas historias sobre su brutalidad, dirigida principalmente hacia los españoles. Algunos decían que, en su juventud, había tenido una mala experiencia con uno de ellos y, desde entonces, decidió hacerles la vida imposible a cuantos se cruzaran en su camino. Así lo sentenció y así lo cumplió.

L’Olonnais no dejaba títere con cabeza, empleando las técnicas más crueles y salvajes a la hora de torturar prisioneros. Se hablaba de cómo les amputaba miembros o trozos de carne para luego lanzarlos al fuego. Pero quizás una de las historias más impactantes es la que relata, en una carta, el médico de la flota pirata durante el saqueo de Maracaibo, Alexandre Olivier Exquemelin, quien fue testigo directo de un hecho atroz:

*"Yo asistí a una escena que en verdad me dejó estremecido de terror. En los primeros momentos del saqueo, habiendo hecho un prisionero, el Olonés le exigió que condujera a sus hombres hacia los lugares donde hubiera mayores riquezas, porque su afán de apoderarse de ellas era muy grande. Pero el prisionero era muy bravo y se negó. El Olonés lo amenazó con someterlo a crueles tormentos, pero aun así el prisionero siguió resistiéndose.

Entonces el Olonés ordenó que lo amarraran a un árbol. Cuando sus hombres hubieron apresurado a cumplir esta orden, él, de un tirón, le abrió la casaca al prisionero y luego extrajo su cuchillo. Le asestó un descomunal tajo en el pecho, desgarrándole la carne. La sangre brotó enseguida, pero esto no lo conmovió. Con la ferocidad que le daba su odio a los españoles, introdujo la mano en la herida del prisionero y le arrancó el corazón, que ofreció a uno de sus propios hombres. Este se lo comió crudo, con la carne aún palpitante."*

— Alexandre Olivier Exquemelin

Fausto, como casi todos, había oído esas historias sobre el capitán, pero poca importancia tenían ante la posibilidad de formar parte de su tripulación. Era un trágico error, escondido bajo la fascinación.

El capitán se encontraba en su navío ultimando detalles antes de zarpar, y Fausto, en el muelle, aguardaba que algún bote se dirigiera hacia tierra para pedir ser llevado. Finalmente, un grupo de marineros le confirmó que eran de la tripulación y que podía subir. Cuando los remeros comenzaron a avanzar hacia el barco, uno de los más viejos preguntó:

—Dime, muchacho, ¿sabes con quién pretendes hablar?

—Sí, claro, con el capitán... el Olonés.

Varios rieron maliciosamente y el viejo continuó:

—¿Sabes nadar, muchacho?

—Sí, señor, sé nadar muy bien.

—Qué bueno, porque lo más probable es que el capitán te arroje por la borda y tengas que volver nadando.

Las risas grotescas de los marineros resonaron en el bote.

Fausto sonrió, disimulando su inquietud. Intuía que el capitán no era demasiado cortés, pero confiaba en el anciano herrero, y eso le daba la firmeza suficiente para encararlo.

Al llegar al barco, lo llevaron a empujones hasta el camarote del capitán. Uno de los marineros golpeó la puerta, la abrió y, con un empellón, lo dejó frente al hombre.

El capitán estaba sentado detrás de su escritorio, inclinado sobre unos papeles. Lo primero que Fausto observó fue su figura delgada, el cabello oscuro y algo ondeado hasta el cuello, y su vestimenta prolija y elegante. Al levantar la cabeza, su rostro mostró gran dureza: ojos claros pero perversos, boca cruel que acompañaba a su mirada, rasgos finos e indudablemente despiadados. Llevaba un bigote francés y un delgado penacho de barba que caía desde el labio inferior hasta la pera.

Con voz severa, preguntó:

—¿Quién eres, muchacho, y por qué me molestas?

—Soy Fausto, señor... eh... capitán.

—¿Y qué diablos quieres?

—Quiero ser parte de su tripulación, señor... digo, capitán.

—Muchacho, ahora irás a cubierta y te arrojarás por la proa. Si tienes suerte, llegarás a la playa. Te aseguro que si me obligas a levantarme, no tendrás tanta suerte.

—Pero, capitán, el anciano herrero me dijo que ya había hablado con usted, y que podía formar parte de su tripulación.

—¡Ja, ja, ja! Ese maldito viejo... de noble a herrero. Ya recuerdo. ¿Así que eres el joven aventurero? Quédate entonces. Si el viejo Mefisto te ha enviado, debe tener sus razones y no conviene contradecirlo. Ese maldito ya era viejo cuando lo conocí en mi juventud, y vaya uno a saber por qué sigue vivo. Pero estoy en deuda con él; digamos que tenemos un pacto, y eso me obliga a responderle.

—¿Mefisto...? Hace tiempo que lo conozco, pero nunca me dijo su nombre. Mefistófeles es el nombre de un demonio, y muy apropiado para él. Quizás por eso casi nunca lo da a conocer.

—Sea como sea, eso ya no tiene importancia. Te quedarás en el barco, pero te anticipo que tu vida no será fácil. Tendrás que ganarte tu alimento y demostrarme que eres útil. De lo contrario, te arrojaré al mar para alimento de los tiburones.

—Sí, señor... digo, capitán. No lo defraudaré.

—Más te vale, muchacho. Dile al que te trajo que te ubique y te dé las tareas que considere. Vete ya.

Así comenzó Fausto su vida de pirata, teniendo que hacer cuanto le pidieran, y no era poco. Principalmente era el mozo de camarote, encargado de limpiar la estancia del capitán, ayudar al cocinero y trabajar para el segundo oficial, quien se ocupaba de las velas, aparejos y del mantenimiento de las cubiertas.

Fausto demostraba buena predisposición, jamás se quejaba de las tareas, y esto hizo que rápidamente lo iniciaran como polvorilla. Para quienes no están familiarizados con la jerga naval, el polvorilla era el joven grumete que se encargaba de cargar y limpiar el cañón. Si sobrevivía, podía ascender a ayudante de artillero o incluso a artillero.

En el primer combate que enfrentaron aún no trabajaba como polvorilla, lo que le permitió observar todo desde cubierta. La tripulación era de veinticinco hombres en total, y se enfrentaban a un barco español con setenta marineros. Parecía una tarea imposible, pero el coraje y la destreza de aquellos piratas lo simplificaban todo.

Los barcos españoles eran mercantes: carabelas o naos comerciales que muchas veces se arriesgaban a navegar desde La Española hacia Veracruz, Portobelo, Maracaibo, La Guaira y Cartagena de Indias sin la protección de los convoyes de galeones.

Los piratas utilizaban armas fáciles de manejar en un barco: hachas, alfanjes, chuzos y dagas. También tenían mosquetes, aunque los usaban lo menos posible, ya que podían dañar la "mercancía" que disputaban. Por eso preferían las armas blancas para el combate cuerpo a cuerpo.

La estrategia pirata era simple: primero disparaban los cañones al velamen del rival para restarle maniobrabilidad. Para ello, unían cadenas a las balas de cañón, que al ser disparadas se extendían causando gran destrozo en las velas y aparejos. Una vez inmovilizado el barco, se efectuaban algunos disparos de mosquete para atemorizar y luego se lanzaba el abordaje.

Mientras unos terminaban de cortar el velamen, la mayoría se enfrentaba a los marineros españoles, quienes no estaban adiestrados para el combate. Sus espadas, demasiado grandes para un barco, eran inútiles en los estrechos espacios de cubierta. Los lobos de mar, curtidos en la violencia, se aprovechaban de ello.

La lucha no duró demasiado. Ante las bajas sufridas y el terror que se esparcía, los españoles se rindieron. Ese fue su error mortal. Con L’Olonnais no existía la opción de unirse a la tripulación: la rendición era sentencia de muerte. Tras requisar el barco, el botín fue trasladado al navío pirata. Solo sobrevivieron tres nobles y el cirujano: los primeros, para pedir rescate; el segundo, porque era útil. El resto fue masacrado, y el que más lo disfrutó fue el propio capitán, coronando la carnicería con el incendio del barco español.

Fausto trataba de simular su espanto. Él solo buscaba aventura, ignorando la realidad de la muerte y el salvajismo que implicaba ser pirata, y más aún, serlo bajo el mando del Olonés. Comprendió pronto que una cosa era escuchar historias y otra muy distinta vivirlas.

Las hazañas, los botines y la vida del pirata distaban mucho del romanticismo que había soñado. La realidad del mar era dura: enfermedades, hambre, heridas y peligros constantes. La falta de higiene, el hacinamiento y la dieta monótona eran caldo de cultivo para males como el escorbuto —aún desconocido en su causa— o la sífilis, tan común entre marineros.

La experiencia vivida afectó profundamente a Fausto. Ya no disfrutaba el alboroto al divisar una presa: prefería la calma de un día sin novedades. Su único alivio eran las noches de ron y relatos de los marineros más viejos, que repetían una y otra vez sus aventuras pasadas, cada vez más extraordinarias.

Algunas historias resultaban increíbles, como aquella que tanto le gustaba escuchar: la de una isla donde todos los que arribaban quedaban prisioneros bajo un sueño eterno. Por fantástica que sonara, la contaban con tanta seriedad que hacía dudar incluso al más escéptico.

Fuera de esas reuniones, los días eran desdichados. Sin embargo, pese a su desencanto, Fausto no desertó. Continuó junto al Olonés hasta el final. Quizás era el destino, o el capricho de un anciano, lo que había trazado su camino



Capítulo III


Fin del Olonés


Durante los dos años siguientes, el Olonés y su tripulación aterrorizaron las costas de Centroamérica con robos, asaltos y asesinatos. Pero un día el destino los alcanzó: el navío encalló en un banco de arena. Por más que descargaron cañones y arrojaron objetos pesados al mar, la nave no consiguió volver a flote.

Hambrientos y debilitados, levantaron un precario asentamiento en tierra firme. Durante seis meses resistieron los constantes ataques de los indios; varios hombres perecieron y Fausto mismo fue herido de gravedad. Milagrosamente sobrevivió gracias a los cuidados de un médico prisionero.

Al fin, con maderas del barco encallado y troncos de la selva, construyeron barcas planas que los condujeron hasta la desembocadura del río San Juan, puerta al lago Nicaragua. Sin embargo, los indios y las fuerzas españolas los hicieron retroceder. Solo quedaban quince hombres, Fausto entre ellos. Obligados a huir, navegaron a lo largo de las costas del golfo de Darién.

Un día desembarcaron en busca de víveres y agua. Allí fueron sorprendidos por nativos de la tribu kuna, caníbales de la región. Superados en número y atrapados por la sorpresa, los hombres del Olonés fueron capturados. Quizás el mismo azar que había mantenido a Fausto cerca del capitán decidió también salvarlo: logró escapar en la confusión, ocultándose entre la espesura.

Sigilosamente siguió a los kunas con la esperanza de rescatar a sus compañeros. Pero al llegar a la aldea comprendió que no había salvación. Desde la penumbra observó la tortura: los prisioneros eran martirizados con crueldad antes de ser asesinados. Vio con horror cómo el temido Olonés era descuartizado en vida y devorado. Aquel espectáculo de barbarie lo dejó paralizado; cuando al fin recuperó la conciencia del peligro, corrió hasta perder las fuerzas y siguió caminando, sin descanso, durante días.

Llegó exhausto a Portobelo, donde consiguió embarcarse en un navío inglés con rumbo a Jamaica, y de allí a la Île de la Tortue.

En la isla, su primer deseo fue visitar al anciano herrero. Como siempre, lo encontró frente al yunque. Esta vez Fausto se detuvo a mirarlo con atención: el viejo lo reconoció enseguida, le dedicó una sonrisa y le extendió las manos.

─ ¡Muchacho! ¡Tanto tiempo sin vernos! ¿Cómo has estado?

─ Bien, señor ─respondió Fausto, sin apartar la mirada.

─ Ven, siéntate. Tenemos mucho de qué hablar ─dijo el herrero, notando la inquietud del joven─. No me has visitado en tus regresos a la isla, y eso me preocupa. ¿Hay alguna razón?

─ Sí, la hay… y creo que ha llegado el momento de hablar con usted. Primero debo contarle lo que ocurrió con el Olonés.

Relató entonces, con detalle, lo vivido y lo aprendido desde que se unió a la tripulación del capitán.

─ Ya sabías quién era el Olonés y no dudaste en embarcarte con él ─dijo el anciano─. ¿De qué te arrepientes ahora?

─ No es arrepentimiento. Es que he comprendido cosas que antes ignoraba. La vida que soñaba no existe: ser pirata no tiene nada de romántico. Es un sufrimiento constante con breves momentos de celebración, y esas fiestas no son más que la exaltación de la avaricia y el odio. No hay honor ni gloria, solo miseria.

─ Lo comprendo, Fausto. Pero la vida es eso: aprender para poder juzgar. La experiencia es la que da sentido. No te preocupes, volverás a equivocarte; aún eres joven y así debe ser ─replicó el herrero. Luego sonrió con ironía─. Vaya final para el capitán: lo que no pudo el imperio español, lo lograron unos salvajes.

─ Fue horrendo, aunque quizás justo. Aún me sorprende estar vivo.

─ Sí, mi amigo no era un santo ─rió el herrero.

Fausto lo miró intrigado.

─ Cuando conocí al capitán, me dijo que le conocía desde hacía mucho, y que su nombre era Mefistófeles.

─ Así es. Ese es mi nombre. Lo conocí cuando era un joven, como tú.

─ Pero él también me dijo que ya era usted anciano entonces. ¿Qué edad tiene?

─ Mi edad es incalculable, muchacho. Esa es otra historia que algún día te contaré, porque pienso seguir mucho tiempo más en este mundo ─rió con ganas.

Fausto, confuso, insistió:

─ Recuerdo también que él decía “ese maldito viejo, de noble a herrero”. ¿Qué significaba?

─ Ja, ja… cuando me conoció yo era noble. Pero he sido muchas cosas en mi larga vida. Algún día lo entenderás. Yo estaré siempre cerca de ti, pero hoy no es momento. Debes vivir tus propias aventuras.

Fausto temió seguir preguntando. Por momentos creía que eran desvaríos de anciano; en otros, sospechaba que había algo más. Al mirarlo a los ojos sintió un escalofrío: allí había un misterio inquietante. Decidió marcharse, obediente, aunque sin dejar de apreciar al viejo, que tantas veces lo había ayudado y entretenido con sus historias.

Luego acudió al gobernador Bertrand d’Ogeron. Le informó del fin del Olonés y reclamó la parte del botín que había dejado en custodia, siguiendo un consejo del capitán. El gobernador lamentó la noticia y le entregó la pequeña fortuna. Aun así, Fausto, receloso, decidió ocultar aquel tesoro en un lugar secreto, solo conocido por él.




Capítulo IV


Un largo viaje


Fausto sentía la necesidad de partir, de cumplir en parte con aquellos deseos originales que lo habían empujado a soñar con mares lejanos. Ya no lo movía la fantasía ingenua del pirata, pero sí el ansia inagotable de aventura que aún lo consumía. No sabía con exactitud hacia dónde dirigirse; solo intuía que debía tomar un rumbo cualquiera hacia un destino incierto, desconocido, y el mar era el único camino capaz de conducirlo hasta allí.

Los días siguientes transcurrieron sin prisa, teñidos de desaliento y con la inquietud como única compañía. En la isla todo parecía detenido en el tiempo, como si nada pudiera quebrar su inmovilidad. El verdadero enigma, sin embargo, seguía aguardando en silencio en la herrería. Fausto intuía que su relación con Mefisto estaba inconclusa, y aunque la curiosidad lo incitaba, el temor lo contenía. Debía forzarse a no buscarlo: la prudencia se imponía sobre la tentación. Así pasaron días vacíos, hasta que comprendió que debía encontrar una salida. Fue entonces cuando decidió embarcarse hacia Jamaica, convencido de que desde otro punto de partida hallaría por fin su destino.

Jamaica había sido cedida a Inglaterra en 1670, tras el Tratado de Madrid, y pronto se convirtió en uno de los principales centros del comercio de esclavos del mundo. Los ingleses habían apostado a la importación masiva de africanos para las plantaciones de azúcar, y la isla se transformó en una de las joyas más preciadas de la corona, gracias a las fabulosas riquezas que generaba. Una vez instalado en Port Royal, Fausto se enteró de que un joven capitán preparaba una expedición hacia Europa y África, con la intención de realizar el llamado comercio triangular.

El nombre provenía de la figura que se dibujaba en los mapas: un triángulo que unía tres continentes. Lo particular del proyecto de este capitán era que su ruta comenzaría en América y no en Europa, como era habitual. Planeaba transportar bacalao en conserva, algodón, ron, azúcar, tabaco y cacao hacia Portugal; luego, en África, intercambiar armas y manufacturas europeas por esclavos capturados en guerras tribales y vendidos por comerciantes locales; y finalmente regresar con ellos a las Antillas o a la costa americana para su venta. Fausto no compartía el entusiasmo comercial del joven marino: lo único que lo atraía era la posibilidad de recorrer tres continentes y entregarse a un viaje prolongado que prometía aventuras.

En la mañana del 14 de marzo de 1672, Fausto se embarcó junto al capitán William Kidd. Entre ambos había surgido una relación de confianza: Fausto le había confesado sus años como pirata bajo la tutela del Olonés, y aquel pasado le otorgaba cierta autoridad en asuntos de navegación y defensa. Para un capitán inexperto, ese conocimiento resultaba invaluable.

El primer tramo hasta Lisboa transcurrió sin incidentes. El buen clima acompañó casi toda la travesía. Una vez en la capital portuguesa, mientras Kidd se ocupaba de sus negocios, Fausto recorrió la ciudad. Planeaban permanecer allí una semana antes de partir hacia África, y no quería desperdiciar la ocasión en asuntos triviales. Sin embargo, Lisboa le resultó decepcionante: un enjambre de casas de tres a cinco pisos, con los bajos convertidos en tiendas y los altos en almacenes, en donde la vida giraba únicamente en torno al comercio. El reino estaba en manos de Pedro II, quien gobernaba en lugar de su hermano, Alfonso VI, afectado por la demencia. Portugal vivía una época dorada gracias a su puerto natural en el Tajo, centro del tráfico con Oriente, África y América, y gracias a la riqueza que llegaba desde Brasil. Para Fausto, en cambio, aquella semana fue interminable. Anhelaba el momento de volver a zarpar rumbo al golfo de Guinea.

El segundo tramo resultó muy distinto al primero. Zarparon por la tarde y, al caer la noche, el clima se tornó adverso. El viento arreció, la lluvia se desató sin tregua y pronto se vieron obligados a desviarse de la ruta costera para internarse en el Atlántico. La tormenta creció hasta límites insoportables. Las olas parecían dispuestas a tragarse la nave, el timón resultaba inútil y el velamen debió arriarse para evitar que los mástiles se desgajaran.

En sus años de marino, Fausto jamás había presenciado un temporal semejante. Su rostro, desencajado, era reflejo del mismo pavor que mostraban los marineros más experimentados. Varios fueron arrancados de la cubierta y desaparecieron en la espuma; los demás se ataban con sogas a lo que encontraban firme. El timonel, sujeto al timón, luchaba por mantener la proa a barlovento, pero el barco navegaba casi a palo seco, sin arrancada suficiente para enfrentar las olas. Finalmente, una de ellas los sorprendió de costado: la nave quedó atravesada y, en un instante, dio la vuelta campana.

Fausto y Kidd se encontraban en el camarote del capitán cuando la sacudida los arrojó contra los muros invertidos. El agua irrumpió con furia, y pronto solo quedó una burbuja de aire atrapada en lo que antes era el suelo y ahora el techo. Fausto gritó que debían escapar. Nadaron como pudieron hasta salir del camarote y luego del barco, que se hundía inexorable. En medio del rugido del temporal, apenas lograban verse a unos metros de distancia. Un mástil desgajado emergió junto a ellos, y Fausto le ordenó al capitán que se aferrara. Con sogas sueltas consiguieron atarse, y así resistieron durante horas interminables, hasta que la tormenta comenzó lentamente a amainar. Exhaustos, aguardaron el amanecer. La oscuridad los envolvía y solo cruzaron unas pocas palabras para comprobar que ambos seguían con vida. El resto fue silencio.




Capítulo V


La isla del sueño


Las primeras luces surgieron en el horizonte. Fue entonces cuando el capitán divisó una pequeña isla a poca distancia y, sin dudarlo, se lanzaron a nadar hacia ella. Al llegar a la playa, se derrumbaron sobre la cálida arena y quedaron profundamente dormidos.

Al despertar, Fausto se encontró con una visión extraña y agradable: una hermosa joven nativa estaba a su lado, ofreciéndole algo de beber. Intentó hablar con ella, pero era evidente que no comprendía su idioma. Bebió el agua de coco que le ofrecía y buscó con la vista al capitán, comprobando que no estaba allí. Con gestos intentó preguntar a la joven por él, pero esta sonrió y le hizo señas para que la siguiera.

El sendero que la joven tomaba estaba claramente marcado entre la densa vegetación. Fausto la siguió, intrigado pero sin temor. A pocos metros encontraron un claro con un par de improvisadas casas de troncos y paja, seguido por la entrada a una caverna. La joven indicó la cueva, y al acercarse, Fausto fue sorprendido por el capitán, quien lo abrazó con desbordante alegría.

─¡Amigo, esto es increíble! No creerás lo que he encontrado —dijo el capitán eufórico.

─¿De qué hablas, William? ¿Qué te causa tanta alegría?

─Ven y obsérvalo tú mismo —respondió, arrastrándolo hacia el interior de la cueva.

Allí, descubrieron un cofre abierto lleno de doblones de oro español. La fortuna era inimaginable. La sorpresa de Fausto fue interrumpida por la risa clara de la joven, que lo llamaba desde una choza cercana. Al acercarse, ella le ofreció comida y, ante la pasividad de Fausto, lo tomó de la mano y lo guió al interior. La choza contenía una cama de paja y varios frutos exóticos sobre una improvisada mesa. La joven se sentó y comenzó a comer, invitando a Fausto a hacer lo mismo. Los sabores eran tan exquisitos que le resultaba difícil elegir uno sobre otro.

Tras saciar su hambre, se recostó en el suelo para procesar lo que estaba sucediendo. Todo era perfecto, pero persistía una extraña sensación de inquietud. La joven se retiró la poca vestimenta que llevaba y se recostó desnuda en la cama, mirándolo con una sonrisa sensual. A pesar de sus dudas, Fausto se dejó llevar por la invitación, entregándose a un placer desconocido pero latente desde su primer encuentro en la playa.

Los días siguientes transcurrieron en un clima ideal. La joven apenas desaparecía unas horas para regresar cargada de alimentos exquisitos. William Kidd, por su parte, contaba los doblones con éxtasis, hasta que otra joven igual de hermosa se unió a él. Para los jóvenes marinos, aquella vida parecía un sueño imposible, y cada momento los sumergía en un placer tan intenso que disipaba momentáneamente sus dudas sobre el origen de estas muchachas.

La cuarta noche, Fausto tuvo un sueño en el que se encontraba en el barco del Olonés, escuchando los relatos de viejos piratas. Despertó sobresaltado, arrancó un trozo de su camisa y se hizo dos bolitas para taparse los oídos. Recordó la historia favorita de los viejos piratas sobre la isla del sueño: la única forma de resistir su encanto era evitar escuchar el canto de su naturaleza.

Al abrir los ojos, todo se volvió borroso y verde. Comprendió que no estaba en la choza, sino envuelto en vegetación viscosa. Con las pocas fuerzas que le quedaban, tomó la daga de su cintura y cortó las plantas que lo aprisionaban. Liberó al capitán y lo sacudió hasta que recobró el sentido, tapándole los oídos como medida de precaución.

─¿Qué sucede, Fausto? ¿Dónde estamos? —preguntó William, desconcertado.

─Debes gritarme y no quitarte los tapones —le indicó Fausto—No hay tiempo de explicaciones, debemos salir de esta isla cuanto antes. Tenemos que improvisar una balsa.

La luz de la luna iluminaba la playa, donde encontraron el mástil que los había acercado a la isla, junto a partes del barco arrastradas por la corriente. Con cuerdas, ataron varios maderos para dar flotabilidad y fabricaron un par de remos. Un barril de agua sobrevivió al naufragio, y lo subieron a la balsa antes de lanzarse al mar. Solo entonces se quitaron los tapones y Fausto decidió explicarle al capitán.

─No sé qué recuerdes tú, pero esto es falso. La isla está maldita, y gracias a los cuentos de viejos piratas supe cómo escapar. Lo recuerdo de un sueño… o al menos eso creo. Lo vivido aquí fue hermoso, pero irreal.

─Yo recuerdo doblones y una joven hermosa —comentó el capitán con nostalgia.

─Y yo también —sonrió Fausto—. La isla fusiona nuestros deseos, alimentándose de nuestra energía y de nuestras almas. Es hermoso y terrorífico a la vez.

El día fue interminable. La hambre los torturaba, y solo contaban con el barril de agua. Al atardecer, Fausto vio un pequeño tiburón acercarse. Con rapidez y precisión, lo abatió con su daga, convirtiéndolo en su banquete. La energía renovada les dio fuerzas y esperanza, y al anochecer, conversaron sobre su situación.

─¿Qué crees que suceda? —preguntó William.

─No lo sé —respondió Fausto—. Tuve un sueño que me prometía larga vida y que todo saldría bien. A veces siento que hay algo más, pero no puedo explicarlo.

─¿De dónde eres, Fausto? —quiso saber el capitán—. Solo dices tu nombre.

─No lo sé. Bajé de un barco en la isla de La Tortuga siendo niño y sobreviví mendigando hasta trabajar y aprender a leer. Eso es todo.

─Eres muy educado para tus antecedentes.

─Una buena señora me enseñó a leer y a apreciar los libros.

─Y tú, William, ¿cómo llegaste a ser capitán tan joven?

─Nací en Greenock, Escocia, el 20 de enero de 1645. Tengo 27 años. Gané mi barco en un juego de cartas, aunque tuve que pelear con el anterior capitán para reclamarlo. Reuní marineros con promesas de buena recompensa y emprendí el comercio triangular.

─No te preocupes, todavía eres joven y puedes empezar de nuevo. Yo puedo ayudarte.

─¿Cómo? —preguntó William—, suponiendo que sobrevivamos.

─Tengo dinero escondido en la isla La Tortuga, de mis tiempos con el Olonés. Vine en este viaje por la experiencia, y sobrevivir fue suficiente. Algo bueno nos espera.

─No sé si eres muy optimista o inconsciente, pero, ¿qué otra opción tenemos?




Capítulo VI


Casi un milagro


La segunda noche pasó lentamente. Al alba, Fausto distinguió una figura en el horizonte que poco a poco se definía como un navío. Tomaron los maderos y comenzaron a remar con fuerza en su dirección. Por suerte, el barco se dirigía hacia ellos. Cuando la distancia fue lo suficientemente corta, intentaron hacerse notar con gritos y agitando los brazos.

El momento más gratificante llegó cuando escucharon un disparo de mosquete desde el barco: era la señal de que los habían divisado. Los dos jóvenes se abrazaron, rieron y gritaron de alegría; el esperado “milagro” se había producido. Pero aún les esperaba otra sorpresa a Fausto.

Desde la cubierta, escuchó una voz familiar:

—Vaya, vaya, a quién encuentro en medio del mar, ja, ja, ja. Muchacho, realmente tienes mucha suerte, ja, ja, ja.

El anciano Mefisto estaba sobre la cubierta con los brazos abiertos, y Fausto lo observó impávido.

—¿Pero qué hace usted aquí? —exclamó.

—Viajo, muchacho, simplemente eso —respondió Mefisto, restando importancia.

—Con su perdón, señor, no es que me desagrade, al contrario, es asombroso encontrarlo justo ahora, en un momento tan particular para mí.

—Ja, ja, ja, ¿momento particular? Tú vives en constantes momentos particulares.

—Puede que así sea, pero convengamos que este es un poco más particular: una balsa en medio del mar, sin saber si sobreviviríamos… encontrarlo en mi salvación me sorprende.

—Bueno, si te digo que fui yo quien sugirió al capitán un pequeño desvío para que pudiera encontrarlos, ¿qué piensas ahora?

—Realmente ya no sé qué pensar, solo sé que estoy más en deuda con usted.

—Tú no me debes nada aún, muchacho, aunque eso podría cambiar más adelante —rió Mefisto.

—Curiosamente, soñé con usted la primera noche en la balsa. En el sueño me decía que todo estaría bien y que pronto lo vería.

—Eso puede ser porque no tienes muchas personas en quien pensar cuando estás solo. Probablemente, para ti, soy una especie de padre o tutor, alguien de quien esperar ayuda.

—Si es posible. ¿Puedo saber hacia dónde viaja y por qué dejó su herrería?

—Claro. Hacía tiempo que quería volver a viajar, algo que he hecho toda mi vida. También extrañaba Europa, y tu ausencia me decidió.

—¿Mi ausencia?

—Sí, muchacho. Tú eras el único motivo que me mantenía en aquella isla. Cuando te fuiste con el Olonés, comencé a extrañarte, más aún al saber que emprendiste un largo viaje.

—Pero, ¿cómo supo que había comenzado este viaje? No le dije nada.

—Te lo he dicho: sé muchas cosas y algún día te lo confesaré, pero ese día aún no ha llegado —respondió Mefisto, enigmático.

—Confieso que genera expectativa en mí la llegada de ese día.

—No te impacientes, todo llega a su tiempo. Por ahora, debes recuperar energías y descansar con tu amigo.

—Perdón, olvidé presentarlo. Este es el capitán William Kidd, señor.

—Un capitán joven, estimado William —Mefisto le extendió la mano.

—A sus órdenes, señor. Supongo que es la persona de la que Fausto me hablaba —dijo William.

—No sé qué te haya contado, pero basta de charla. Hagan lo que deben, tendremos tiempo para hablar luego.

Fausto y William fueron invitados a comer en el camarote del capitán mientras les preparaban hamacas para dormir en la cubierta, como el resto de la tripulación. Dormir de día no era habitual, pero dadas las circunstancias, lo intentaron y lograron descansar hasta el mediodía. El bullicio de la tripulación los despertó: era la única comida caliente del día. En enormes calderos sobre la lumbre, el cocinero preparaba aceite, alubias, garbanzos, cecina, bacalao, sardina en salazón, carne salada y bizcochos. Cada marinero disponía de una escudilla o plato de madera, cuchara y puñal.

Tras la comida, los jóvenes caminaron por la cubierta para estirar las piernas. Fausto se acercó a Mefisto, quien observaba el mar.

—Buenas tardes, señor, ¿busca algo en el horizonte?

—¡Muchacho! Ya se te ve mejor. No busco nada, solo observo; me gusta el mar.

—No he dejado de pensar en sus dichos. Parecen cumplirse siempre, y eso me confunde aún más.

—Te lo he dicho: llegará el momento oportuno de explicarte todo, no lo dudes —Mefisto interrumpió, terminante.

—Perfecto, ¿hacia dónde se dirige exactamente?

—Debo visitar a un par de jóvenes amigos en Erfurt, Alemania. Son hermanos gemelos, descendientes de una gran familia de músicos. Uno de ellos desea que un hijo suyo se convierta en uno de los músicos más importantes del mundo.

—¿Y cómo puede ayudarlo usted?

—Con buenos consejos, simplemente —sus ojos brillaron con mordacidad—. ¿Y tú, qué piensas hacer en Europa?

—No lo sé. Viajaba hacia África cuando la tormenta nos alejó y naufragamos. William está en la misma situación; veremos cómo continuar.

—Veo que aprecias a ese joven.

—Le tengo estima, es mi primer amigo de edad cercana a la mía.

—No podrán estar juntos mucho tiempo, pero durante un par de años será bueno para ambos.

—¿Predicción o especulación? —preguntó Fausto, cauteloso.

—Ja, ja, suspicaz e irónico, buena combinación —rió Mefisto.

William se acercó preguntando de qué hablaban. Fausto restó importancia:

—De nada en especial, solo sobre lo que haríamos tú y yo próximamente.

—Buena pregunta, ¿tienes idea?

—No, pero será necesario volver a La Tortuga si queremos dinero. Veremos al llegar a puerto, calculo será al anochecer.

Efectivamente, llegaron al anochecer. El puerto estaba casi desierto. Tras despedirse de la tripulación, Mefisto llevó a Fausto y a William a una posada. Antes de partir hacia Alemania, les dejó unas monedas para subsistir unos días:

—Toma esto, te será útil. Ahora sí me debes algo —dijo sonriendo, y se marchó.

Acostumbrados a los “mensajes” de Mefisto, Fausto y William se dirigieron al puerto, donde encontraron al capitán organizando la descarga de mercancías.

—Buenos días, capitán.

—Buenos jóvenes, espero que hayan descansado bien —respondió amablemente.

—Sí, hacía tiempo que no dormíamos tan tranquilos.

—¿Y qué hacen aquí?

—Buscamos la forma de volver a América.

—Si no tienen prisa, en un par de días partiremos hacia África y luego llevaremos la carga a América.

—Sería perfecto, pero estamos sin dinero para pagar los pasajes.

—Ja, ja, ja, pagar pasajes… nadie habló de eso. Son amigos de Mefistófeles, y eso los convierte en mis invitados. Con gusto los llevaré.

—Podemos ayudar de alguna forma para compensar su gentileza.

—De ninguna manera. Son mis invitados, y me agrada la idea de tener compañía en estos largos viajes. En dos días partimos al amanecer; espero que estén aquí.




Capítulo VII


El retorno a La Tortuga


Con la solución a su prioridad, los jóvenes buscaron acortar el tiempo de espera explorando un poco la ciudad. Fausto no estaba muy entusiasmado: no le atraía repetir su aburrida incursión anterior a Lisboa, pero no tenía otra opción. William, en cambio, parecía disfrutar cada paso, y pronto Fausto comprendería por qué.

Cuando William tomó las riendas del recorrido, parecía conocer perfectamente el camino. Tras caminar unos minutos, se detuvo frente a una casa que, a simple vista, no se diferenciaba de las demás. Parecía un comercio más de la ciudad, pero al entrar, Fausto descubrió que los “negocios” allí no eran del tipo tradicional.

El interior era una taberna donde se podía comer y beber, atendida por señoritas muy bellas, vestidas con túnicas ligeras que dejaban ver escotes pronunciados y tajos a los costados, mostrando el contorno de sus piernas. Se instalaron en una mesa, y una de las jóvenes se acercó a atenderlos. Como aún no era mediodía, Fausto pidió ron, pero William le sugirió probar una bebida local: el vinho do Porto. Por curiosidad, Fausto aceptó y pronto quedó encantado con su sabor.

A pesar de su corta edad, ambos jóvenes estaban habituados al alcohol. Sin embargo, Fausto nunca había probado un vino fortificado como aquel. Cuando pidió la tercera jarra, William le advirtió que la suavidad de la bebida permitía beber más de lo normal y que sus efectos eran fuertes. Para ese momento, Fausto estaba ya borracho y dominado por un estado de alegría desbordante. La conversación se volvió incoherente, aunque William se mantuvo sobrio.

William llamó a una de las señoritas, le susurró algo, y ésta hizo una seña a otra joven, quien se acercó a Fausto tomándolo de la mano y llevándolo al piso superior. William los siguió con la otra mujer. En el primer piso, cada pareja ingresó a un cuarto distinto y permanecieron allí por una hora.

Cuando William salió del cuarto, encontró a Fausto dormido en la cama. La joven que lo acompañaba se retiró con gesto de desencanto. William tuvo que sacudirlo varias veces hasta lograr que abriera los ojos.

—Amigo, creo que no has aprovechado adecuadamente la ocasión —rió, sujetándolo por los hombros.

—¿Qué sucede? ¿Desde cuándo estoy aquí?

—Hace solo una hora, y creo que no fue suficiente para ti.

—Es que… creo haber llegado con una hermosa mujer. ¿Dónde está?

—Acaba de marcharse, y no muy satisfecha, me parece.

—Siento como si me golpearan la cabeza.

—No te preocupes, es normal. Has bebido demasiado rápido.

—Uf, no recuerdo con claridad, pero sí… esa bebida es más fuerte de lo que parecía. Debiste prevenirme —le reprochó.

—Lo hice, aunque algo tarde. Pero no me culpes, ¿o no eres lo suficientemente grande para asumir tus actos? —respondió socarrón.

—Vaya amigo resultas…

—Sí, amigo, pero no padre. Ahora, si quieres que me comporte como tal, arriba, es hora de comer. Tú solo beberás agua.

—Tampoco te tomes atribuciones, recuerda que te he salvado la vida, miserable —dijo Fausto, recuperando lucidez.

Bajaron a la planta baja y pidieron algo de comer. La joven que había estado con Fausto le acarició el rostro con gesto maternal.

—Vaya, parece que has despertado su interés —comentó William, sonriendo.

—Dame un poco de tiempo, y dejaré en buen lugar mi hombría.

—Ahora solo piensa en comer, tendrás otra oportunidad —se burló William.

—Verás cómo esta belleza se enamora de mí, puedo ser un buen amante.

—Seguro, sobre todo después de la experiencia en la isla, ja, ja.

—Ahora que lo mencionas, me cuesta separar lo real de lo soñado; mis recuerdos son tan vívidos… ¿a ti también te pasa?

—Ni decirlo. Aún siento los doblones en mis manos y a la mujer que estuvo allí.

—Es increíble, recuerdo incluso los sabores de los alimentos que nos traía y el placer que me brindaba. No entiendo cómo puedo recordar algo que desconozco.

—Eso quedará dentro del misterio que encierra la isla. Celebremos poder hablar de ello.

—Tienes razón. De todos modos, aprovecharé la experiencia que me brindó esta mujer —rió Fausto con placer.

Tras comer, pasaron un largo rato charlando y recordando vivencias. Como era de esperar, Fausto llamó a la joven y se retiró al primer piso, diciéndole a William:

—Tú haz lo que quieras, yo tengo una deuda pendiente que pienso saldar.

—Como quieras, yo estaré aquí esperándote.

Una hora después, Fausto regresó con rostro triunfante, acompañado de la joven mujer, visiblemente complacida. Su orgullo se reflejaba en la forma de caminar: pisaba con firmeza y su pecho parecía querer escapar. William lo observaba, curioso y sorprendido.

—Bueno, parece que has saldado tu deuda —dijo en tono burlón.

—Puedes decir lo que quieras, pero he conocido el paraíso.

—Entonces, Adán, ¿podemos marcharnos ya?

—Cuando quieras. Ahora entiendo tu entusiasmo por “recorrer” Lisboa. Dime, ¿cómo conocías este lugar?

—Lo visité la semana antes de partir, buscando lugares para negociar.

—Maldición, yo me aburrí pronto y solo esperé que la semana pasara.

—Conformate, podemos volver antes de partir —respondieron al día siguiente y permanecieron hasta el anochecer, luego retornaron a la posada.

Al amanecer, frente al barco del capitán, fueron invitados a subir. Apenas lo hicieron, los marineros comenzaron a soltar amarras. El océano estaba tranquilo, y el viento era propicio, por lo que pronto el puerto de Lisboa desapareció en el horizonte. Si el tiempo se mantenía, llegarían a las costas africanas en tres días y, con suerte, a América en un mes; aunque la duración del viaje podía variar según el clima y las paradas de aprovisionamiento.

La primera parada programada era en Sene-Gambia, donde el capitán tenía contactos para intercambiar baratijas y armas por esclavos. Según le informó, buscarían 150 esclavos siguiendo la ruta de Guinea.

Fausto conocía lo suficiente sobre el tráfico de esclavos africanos para detestarlo, aunque debía resignarse a las reglas del juego. Durante el viaje recogieron 50 esclavos en un establecimiento francés que sería Saint-Louis y continuaron por las costas de Guinea, hasta San Jorge de la Mina, alcanzando la cantidad deseada antes de reaprovisionarse y partir hacia América.

El viaje fue bastante agradable para los estándares de la época. Durante los 35 días de travesía, la monotonía solo se rompía con conversaciones con el capitán, quien, aunque no muy culto, disfrutaba hablar de temas ajenos a la rutina de un barco negrero. Fausto supervisaba las condiciones de los esclavos; a pesar de sus esfuerzos, varios fallecieron debido al hacinamiento y mala alimentación.

El 12 de mayo de 1672 llegaron a San Juan, Puerto Rico, por solo seis horas. La isla, bajo control español, tenía un comercio legal muy limitado debido a los impuestos, fomentando el contrabando. El capitán, cambiando la bandera portuguesa por la inglesa, vendió 30 esclavos y se aprovisionó para continuar rumbo a Nueva York (entonces Nueva Ámsterdam, rebautizada tras la conquista inglesa en 1664). Curiosamente, había comprado un mapa francés de Gerard Jollain, que resultó ser en realidad un mapa de Lisboa ligeramente retocado, la primera gran estafa cartográfica de la historia, hecho pasar como el mapa de Nueva Ámsterdam.

Los jóvenes informaron que su destino era la isla La Tortuga, ubicada a menos de 400 km. El capitán, mostrando su generosidad, decidió llevarlos directamente, argumentando que no lo demoraría más de un día. Así, el 14 de mayo, Fausto y William pisaban los muelles de la isla.

Fausto se dirigió a su escondite de infancia, donde había sepultado su botín. Aunque la choza estaba casi destruida, tras cavar encontró un cofre lleno de oro y plata. William quedó perplejo.

—Pero Fausto, ¡esto es una fortuna!

—Es solo una parte del botín que supo hacer el Olonés —respondió Fausto complacido.

—Es más de lo que esperaba —dijo William.

—Debemos ser cuidadosos; no quisiera que este fuese el motivo de nuestro fin.

—Cualquiera nos mataría para quedárselo. Pero, sinceramente, no entiendo por qué arriesgaste tu vida por esto.

—Amigo, el dinero no es la única necesidad en la vida, y mucho menos cuando ya lo tienes.

—Con una fortuna así, difícilmente tendría necesidades que no pudiera comprar —bromeó William.

—Estarías equivocado.

Llegó el momento de decidir qué hacer a partir de ahora. William deseaba hacerse de una fortuna, Fausto, seguir su vida de aventurero. La decisión no era fácil: casi toda América estaba en conflicto, ya fuera entre potencias colonizadoras, piratas o aborígenes. Consideraron Panamá, pero había sido destruida por Henry Morgan en 1671. San Salvador también quedó arruinada tras un terremoto. Finalmente, Fausto recordó una conversación con un marinero sobre La Trinidad, en el sur de Brasil: un lugar donde iniciar negocios, con praderas llenas de ganado y población dedicada al contrabando. William aceptó de inmediato; allí ambos podrían satisfacer sus deseos. Ahora solo faltaba llegar a esas tierras lejanas.




Capítulo VIII


La distante Ciudad de la Trinidad


Viajar hacia esta ciudad no era tarea simple: ningún barco se dirigía a ella y era imposible pensar en hacerlo por tierra. La única solución era conseguir un navío y una tripulación, preferentemente de bucaneros, acostumbrados a este tipo de travesías. Conseguir la tripulación no fue difícil, pues la isla estaba llena de ellos; pero un barco era otro asunto.

Pasaron varios días sin solución. Intentaron convencer a distintos capitanes de venderles sus embarcaciones, pero un capitán sin barco no es un capitán, y eso era inaceptable. Una noche, mientras bebían en una taberna, apareció un grupo de cuatro hombres, claramente piratas neerlandeses, quienes eran observados de reojo por todos. Aunque en la isla se reunían piratas de diversas banderas, los neerlandeses no gozaban de simpatía entre franceses ni ingleses, debido a los conflictos permanentes entre sus naciones. Por supuesto, estas “alianzas” eran efímeras y se rompían una vez alcanzado el objetivo.

Fausto vio allí una oportunidad. Salieron de la taberna y recorrieron la isla reclutando bucaneros. En menos de una hora reunieron a veinte hombres, seducidos por la buena paga y la perspectiva de aventuras más tranquilas y rentables. Con los conocimientos adquiridos a oídas sobre cómo el Olonés había capturado un barco usando solo dos botes, Fausto planeó imitar la estrategia. Tomaron dos botes, remaron en la oscuridad hasta el navío neerlandés y, con extremo sigilo, subieron con ganchos. La tripulación, dormida tras beber demasiado, fue fácilmente reducida. En quince minutos, los treinta hombres eran prisioneros, despertados con cuchillos en el cuello, sin oportunidad de defenderse.

William invitó a los prisioneros a saltar al agua para nadar hasta el puerto, izaron las velas y partieron rumbo al sureste. La primera hazaña militar —y probablemente la última de Fausto— fue un éxito total: no se derramó sangre y, además, hallaron un valioso botín a bordo, que repartieron entre sus hombres.

El viaje que les esperaba sería largo: calculaban un mes, sin cartas cartográficas y con solo una ligera noción de dirección. Antes de lanzarse a lo desconocido, debían aprovisionarse en Puerto Cabello, Venezuela. Desde allí navegaron bordeando las costas del Brasil hasta un punto donde perdieron la vista del continente. Gracias al conocimiento de algunos marinos de la tripulación, que habían oído hablar de aquel “mar dulce”, se introdujeron en él con dirección suroeste. Tras varias horas de navegación, arribaron a las costas de las tierras llamadas Argentina (del latín argentum, “plata”), nombre que el clérigo Martín del Barco Centenera consolidó en su extenso poema publicado en Lisboa en 1602.

La pequeña ciudad seguía el modelo clásico del trazado en damero alrededor de una plaza mayor. Al este se encontraba un fuerte amurallado con piedras, rodeado por un foso y accesible únicamente por un puente levadizo desde la plaza. En otro sector se levantaba un gran cabildo, haciendo de la plaza el centro administrativo de la ciudad, que contaba con unos 3.000 habitantes, casi todos españoles.

La ciudad poco interesaba a Fausto, William y sus hombres; su meta estaba al sur, según averiguaron preguntando a los habitantes. Se dirigieron allí con provisiones y materiales para una precaria construcción, que sería su residencia temporal.

A media jornada a caballo, quedaron maravillados por la extensión de la llanura amarillenta, que se confundía con el cielo en el horizonte. Nunca habían visto algo así: comparable solo al océano, donde la línea del horizonte se funde con el cielo. Hombres habituados al mar, sintieron la misma inmensidad, pero sobre tierra. Además, las historias del marino que le habló a Fausto no habían exagerado: los campos estaban poblados de bovinos que vagaban libremente. Fausto y William se miraron con satisfacción; todo el largo viaje había valido la pena, y ahora dependía de ellos convertirlo en un éxito.

La primera tarea fue construir un refugio cercano a un arroyo, asegurando agua y seguridad. Luego, comenzaron la caza: en la superficie llana y con escasa vegetación, los bovinos eran fáciles de acercar. Tras matar las presas, les retiraban las vísceras, curtían los cueros y cocinaban la carne sobre un foso con fuego alimentado por ramas y hojas verdes, para conservarla ahumada. Así iniciaron también la preparación de cueros, siguiendo el sistema originario de La Española que dio nombre a los bucaneros.

El primer mes transcurrió sin novedades, y para Fausto comenzaba a volverse monótono; para William, en cambio,era distinto: calculaba lo rentable que serían los cueros en Europa.

Una mañana, fueron sorprendidos por un grupo de cincuenta aborígenes a cien metros de su asentamiento, armados con arcos y lanzas y vistiendo túnicas de cuero pintadas con manchas negras que imitaban la piel del jaguar. La primera reacción de los jóvenes fue colocar armas y adoptar posición defensiva, pero Fausto ordenó mantener la calma y avanzó hacia ellos. Presintiendo curiosidad más que hostilidad, extendió los brazos en señal de paz.

Al principio, los nativos solo lo observaron. De pronto, uno se adelantó, levantó un brazo y Fausto lo imitó. Ambos se acercaron a un metro de distancia. Fausto intentó hablar, pero no fue comprendido. Entonces se sentó frente al jefe de los aborígenes, adoptando una posición más baja como señal de no agresión. El jefe imitó el gesto. William, a cierta distancia, observaba la escena: cincuenta nativos armados y su amigo sentado frente al líder.

Fausto pidió papel y tinta a William, dibujó varios símbolos y se los mostró al jefe, quien comenzó a pronunciar palabras en su idioma y luego dibujó sobre el papel. Durante media hora, intercambiaron dibujos y signos. Fausto ofreció trozos de carne que el jefe olió y probó, mostrando aprobación. Finalmente, Fausto entregó varias reses cocinadas a los visitantes, quienes se retiraron tranquilamente.

William, al verlos alejarse, decidió averiguar qué había ocurrido.

─¿Si quieres, puedes decirme qué significó esto? ─preguntó William, entre fastidio y sorpresa.

─Muy simple: he evitado un conflicto y comenzado una relación pacífica con esta gente.

─¿Pero de qué se trata esta relación?

─Probablemente, que no nos ataquen mientras les seamos útiles. Nos doblan en número y desconocemos cuántos son en total; un poco de carne a cambio me parece un buen trato.

─¿Y qué significa “probablemente”?

─Que mientras cumplamos con la cuota estipulada, supongo que estarán conformes.

─¿De qué cuota estamos hablando?

─De la que acabas de ver y que se repetirá cada quince días.

─¿Quieres decir que volverán a llevarse carne cada quince días?

─Así es, amigo mío. Negocié la cantidad por si no son los únicos por aquí y necesitamos tener otros tratos.

─¿Crees que pueda haber más de su gente?

─Es probable. No los llamaría salvajes, tal vez primitivos para nosotros, pero nada más. Ese hombre demostró gran capacidad para entendernos y negociar.

─Entonces, ¿piensas regalar toda nuestra carne, que podríamos vender en la ciudad?

─La ambición no te ciegue, William. Es preferible perder algo de dinero a perder la vida. Además, hay más que suficiente para todos.

─Puede ser, pero me molesta regalar nuestro trabajo.

─No lo veas así; míralo como un impuesto por usurpar sus tierras.

─Pero no hemos usurpado nada, esto no es de nadie.

─Para ti tal vez no sea de nadie, pero seguramente tiene dueños desde hace siglos. Eso les otorga derechos, aunque no los reconozcamos.

─Ahora que lo dices, tiene lógica. Eres un buen negociador, incluso un diplomático ─ambos rieron.

El tiempo transcurrió apacible; el clima, aunque frío, era tolerable y la caza abundante. Los “amigos” locales visitaban cada quince días, pero solo en grupos de veinte o veinticinco. Fausto estaba intrigado por el destino y la extensión de su población, pero se conformaba con mantener la paz y continuar su trabajo.

Al cabo de un año, Fausto decidió conocer más a los nativos. Siguiéndolos a distancia, descubrió una toldería de unas 50 tiendas, habitadas por 200 o 250 personas. Sus viviendas, hechas de cuero y ramas, mostraban que eran recolectores y cazadores, no sedentarios. Al acercarse, los niños lo acompañaban riendo y, finalmente, fue invitado por el jefe de la comunidad a su tienda. Dentro había varias mujeres, que pronto se retiraron, quedando solo una anciana que hablaba español con claridad.

La anciana hizo de intérprete. El jefe se llamaba Hatun Uturunku, “Gran Jaguar”, nombre que a Fausto le pareció apropiado. La conversación reveló la sabiduría del jefe y su preocupación por posibles invasiones futuras de blancos, capaces de alterar el equilibrio de la naturaleza y la supervivencia de su pueblo. Fausto comprendió la diferencia entre sus filosofías y la sensación de vulnerabilidad del jefe, quedando impresionado y conmovido.

Gran Jaguar mostró un casco español antiguo, testimonio de los primeros contactos con colonos, le confesó que su gente sabía que los estaba siguiendo y que aminoraron la marcha para que no los perdiera. Ver la paz entre aquella gente, en armonía con la naturaleza, hizo que Fausto replanteara su propia vida y civilización.

La anciana, llamada Verde, explicó cómo había aprendido español y lo había transmitido generacionalmente, producto de un antepasado prisionero. Fausto aceptó fumar una pipa ritual de la comunidad, experimentando mareo, risas y pensamientos acelerados, mientras la anciana lo guiaba y lo tranquilizaba.

Al día siguiente, Fausto observó un ritual colectivo: todos en círculos junto a fuegos, bebiendo una infusión de planta a través de cañitas, mientras compartían comida y conversación sin prisa. Luego, acompañó a los hombres en prácticas ecuestres, asombrándose de su destreza con el caballo y las armas, recordando lo conveniente de su acuerdo de paz.

Antes de regresar con su gente, Fausto confió a Verde su preocupación: no podía ser totalmente honesto con Gran Jaguar sobre la naturaleza depredadora del hombre blanco y su sociedad. Verde le aseguró que Gran Jaguar era sabio y comprendía que no todos los blancos eran iguales, y que Fausto representaba una prueba de confianza.

El 23 de febrero de 1674, Fausto, William y sus hombres partieron de estas tierras tras casi dos años, con provisiones y pieles suficientes para comerciar en Inglaterra. Ignoraban los recientes cambios políticos y la guerra entre Inglaterra y los Países Bajos, así como los monopolios de comercio de pieles, pero su valor y audacia los impulsaban a enfrentar los riesgos.




Capítulo IX


El destino juega en Inglaterra


Fausto y William Kidd llegaron finalmente al puerto de Londres después de un largo viaje que, curiosamente, había sido más tranquilo de lo que esperaban. La actividad del puerto fascinó a William, quien no podía dejar de admirar la intensidad de aquel siglo XVII: barcos de todas partes del mundo llegaban y partían constantemente, llevando mercancías, personas y noticias a los cinco continentes. La vida urbana era un espectáculo en sí mismo, un constante ir y venir que impresionaba por su vitalidad y complejidad.

Fausto, decidido a cerrar un ciclo con sus hombres, les pagó a todos sin esperar la venta de los cueros. Ordenó que trasladaran la mercancía a un depósito alquilado y, como un gesto que también parecía reflejar un cansancio del mar, les regaló el barco, liberándose de su responsabilidad sobre él y obligándose a permanecer un tiempo en tierra. Los años pasados en Argentina, entre cacerías, negociaciones con los “naturales” y la vida de campamento, habían debilitado su deseo de mar. Sin embargo, esta generosidad disminuyó considerablemente su dinero, de modo que tanto él como William dependían de una venta rápida y rentable para equilibrar su situación económica.

La historia reciente de Londres había sido turbulenta. En 1665, la ciudad sufrió una epidemia de peste que dejó 70.000 víctimas, y solo un año después un incendio devastador destruyó más de 13.000 casas, 87 iglesias, el ayuntamiento y numerosos edificios públicos. La ciudad comenzó entonces un ambicioso proceso de reconstrucción, con calles más amplias, edificios de ladrillo y piedra y mejoras en los sistemas sanitarios. Entre los proyectos más destacados estaba la nueva Catedral de San Pablo, a cargo de Sir Christopher Wren, y el Real Observatorio de Greenwich, encargado por el rey.

Fausto y William recorrieron las calles en busca de compradores para sus cueros. Tras preguntar a varios comerciantes, lograron concretar un trato con un importante burgués que quedó encantado con la calidad de la mercancía y pagó parte del monto por adelantado, comprometiéndose a entregar el resto al recoger la carga. La rapidez y generosidad del comprador los sorprendió y llenó de entusiasmo. Al día siguiente, la operación se completó y los carruajes del burgués se llevaron la mercancía. William reflexionó sobre la suerte que habían tenido, mientras Fausto permanecía más meditabundo, consciente de que la fortuna, aunque bienvenida, no resolvía todas las incertidumbres de la vida.

La celebración de ambos se extendió hasta la noche, con comida y bebida, pero también con un silencio compartido que delataba un cambio profundo: ambos percibían que sus caminos pronto debían separarse. La amistad que los había unido durante la travesía y la estancia en tierras lejanas parecía insuficiente frente a los distintos destinos que sus vidas comenzaban a reclamar. Al amanecer siguiente, William partió con un fuerte abrazo, mientras Fausto le deseaba que el destino volviera a cruzar sus caminos. William se convirtió en corsario, navegando por el Caribe, sirviendo a la corona inglesa y protagonizando la conocida historia de William Kidd, con aventuras, tesoros y una trágica condena que lo transformó en leyenda.

Tras la partida de William, Fausto decidió recorrer Londres y se encontró frente a la imponente Torre de Londres, famosa como prisión y símbolo de poder, donde la frase “enviar a la torre” se había popularizado. Observó la ciudad, absorbiendo su arquitectura, su historia y el bullicio de sus habitantes. Fue entonces cuando, en una mercería cualquiera, reconoció una voz que le resultaba inconfundible: era Mefistófeles. La sorpresa de Fausto fue inmensa, pero la presencia del enigmático personaje pronto se tornó en una conversación cargada de misterio y conocimiento.

Mefistófeles le reveló que su presencia en Inglaterra obedecía a varios asuntos importantes, y uno de ellos acababa de concluir: un mercero, que resultó ser mucho más que un simple comerciante. Según él, este hombre era estadístico, demógrafo, precursor de la bioestadística y la epidemiología, John Graunt, un nombre que marcaría la historia. Fausto, intrigado, trató de entender cómo Mefistófeles podía conocer estos hechos, y el personaje respondió con su acostumbrada mezcla de humor, burla y misterio: tenía la capacidad de ver el futuro, aunque solo parcialmente y con límites, pues algunos acontecimientos dependían del propio actuar de cada persona.

Durante la caminata por Londres, Mefistófeles señaló las ruinas de la antigua iglesia de San Pablo, destruida por el incendio, y criticó con malicia la absurda devoción humana que gastaba enormes sumas en la reconstrucción de templos, mientras ignoraba los problemas reales de su entorno. Fausto escuchaba fascinado y a la vez desconcertado por la mezcla de crítica y conocimiento que emanaba de aquel hombre.

Finalmente, Mefistófeles habló de un asunto de gran relevancia: conocer a un joven hombre, miembro de la Royal Society, llamado Isaac Newton, quien estaba llamado a convertirse en una de las mentes más brillantes de la humanidad. Fausto, asombrado por las predicciones, no pudo evitar preguntar sobre su propio destino. La respuesta fue enigmática: Fausto ya era, y sería, una leyenda, un personaje cuya influencia trascendería incluso su propio tiempo.

Cuando Mefistófeles se alejó, Fausto quedó con más preguntas que respuestas, pero ya no le preocupaba tanto la incertidumbre. Comenzaba a comprender que la vida ofrecía oportunidades para explorar distintas formas de vivir y relacionarse con el mundo, y que la curiosidad y el aprendizaje eran, quizá, los verdaderos tesoros que podía descubrir en Londres.




Capítulo X


Elízabeth


Los días transcurrían en una constante monotonía, un vaivén interminable de horas semejantes unas a otras. Fausto comenzaba a sentir la opresión de la rutina que otros aceptaban sin cuestionar, esa que muchos llamaban normalidad, pero él no podía hacerlo. Su mente se debatía entre la curiosidad y el desprecio; despreciaba la mediocridad, la resignación, la pasividad de quienes se conformaban. Sin embargo, necesitaba conocer el sabor de la vida que ellos probaban, aunque fuera para reafirmarse en su propia diferencia. No quería ser visto como distinto; deseaba comprender la esencia de la humanidad, entender los mecanismos ocultos de su semejanza, la manera en que cada persona creía ser única mientras se fundía en lo común. Para lograrlo debía vivir, experimentar, sentir; aunque le pareciera absurdo, debía adentrarse en la experiencia humana hasta tocarla con sus propias manos.

Con el tiempo comprendió que sus antiguos deseos de aventura no eran más que una máscara de su necesidad de vivir, de sentir, de gozar y descubrir. La aventura era solo un pretexto, una negación, una rebeldía que lo distraía de su verdadero propósito. Tampoco le satisfacía la tranquilidad, el gris de la vida ordinaria, los placeres mundanos que cualquier persona pudiente podía comprar. Admiraba a Mefisto, y sentía envidia por sus conocimientos, por su dominio de la mente, por sus dones. Comprendió que el único camino hacia la verdadera satisfacción estaba en el conocimiento; aquel que la buena mujer de la isla había sembrado en su infancia. Sin formación académica ni apellido que lo sostuviera, decidió aislarse, encerrarse, devorar cuanto libro pudiera conseguir.

Meses se convirtieron en años. Su cuarto estaba invadido por libros de toda índole: filosofía, matemáticas, física, arquitectura, teología, historia, retórica, anatomía, astronomía, alquimia y química. Cada día su hambre de conocimiento crecía, aunque la falta de un maestro hacía que su estudio fuera disperso, amplio pero superficial. No obstante, su cultura general se volvió impresionante.

Sus gastos eran mínimos; solo necesitaba alimento y libros. Tras tres años, su capital permanecía casi intacto. Una tarde fría de marzo de 1677, sintió un impulso irrefrenable de salir a caminar. El aislamiento lo había transformado: su cuerpo joven parecía el de un adulto mayor, y su mente, reflexiva y analítica, se debatía entre la necesidad de socializar y la comodidad de la soledad.

Al apoyarse contra un árbol en los jardines del palacio de Whitehall, su mirada se cruzó con la figura de una joven. Su rostro evocaba a la misteriosa nativa de la isla del sueño. Fausto sintió un temblor en el corazón, una mezcla de deseo, sorpresa y fascinación. La atracción fue inmediata y poderosa. Durante un instante, todos sus años de desinterés por la gente se desvanecieron. Sin poder contener la emoción, las palabras surgieron antes de que su razón las organizara:

—Perdón, ¿le conozco?

—Señor, ¿cómo se atreve? —respondió ella, sorprendida—. No creo conocerlo.

—Discúlpeme, pero su rostro me resulta familiar.

—Lo lamento, señor, pero se equivoca.

—Por favor, no se asuste. Solo deseo hablar con usted.

Ella intentó continuar su camino, pero Fausto, decidido, la siguió a distancia hasta un barrio al sur del St. James's Park. Tras asegurarse de que entraba en su domicilio, regresó a su cuarto y cayó en un sueño febril, mezclando recuerdos de la joven de la isla y Elizabeth, reviviendo escenas de un amor que no podía comprender completamente.

La mañana siguiente fue interminable. La ansiedad lo consumía. Se preparó con meticulosidad, ensayando discursos y argumentos para que el encuentro no se convirtiera en un fracaso. Finalmente, cuando Elizabeth apareció, Fausto la detuvo:

—Buenas tardes, My Lady.

—Buenas tardes, señor —respondió ella con una sonrisa tímida.

Comenzó un delicado intercambio de palabras, una danza de precauciones y timidez. Fausto le relató la historia de la isla, omitiendo solo los detalles que no podía explicar, mientras Elizabeth lo escuchaba, fascinada y asombrada, aunque manteniendo una pizca de escepticismo.

—No importa si me cree o no —dijo Fausto—. Lo importante es que usted, para mí, es la mujer más hermosa que pueda existir.

—Está siendo usted un lisonjero —replicó ella, ruborizada.

El impulso de Fausto fue irresistible. Tomó suavemente su rostro, y en un movimiento rápido, la besó. Elizabeth resistió un instante, luego cedió lentamente, entregándose a una pasión contenida, dulce y medida.

—¿Desea ser mi esposa? —susurró Fausto.

—Estoy confundida —respondió ella, apartándose con pudor—. Necesito tiempo.

—¿Cuánto?

—Tal vez una semana.

—Entonces la esperaré aquí.

Elizabeth se marchó, y Fausto la observó hasta que su figura se perdió en la distancia. La esperanza y la ansiedad se mezclaban en su pecho. Su amor era absoluto, pero ahora estaba teñido por un miedo desconocido, una premonición que no podía comprender.

Llegada la semana de la cita, Elizabeth no apareció. Preocupado, se dirigió a su casa. Al tocar la puerta, un hombre lo recibió con gravedad:

—Si joven, ¿qué desea?

—Necesito saber si Elizabeth se encuentra aquí.

—Por supuesto, está aquí, pero… mi hija está muy enferma. —El hombre se presentó—. Soy Francis Taylor, su padre.

Acompañado por Francis, Fausto subió las escaleras hasta la habitación de Elizabeth. Allí, Sara Taylor, su madre, ayudaba a la joven a incorporarse sobre la cama. Su piel pálida, su respiración dificultosa y la fiebre visible en su rostro llenaron de angustia a Fausto. Tomó su mano, sintiendo la fragilidad de su ser amado.

—Lamento no haber podido asistir a nuestra cita —susurró Elizabeth—, pero deseaba verlo.

—¿De verdad deseaba verme?

—Sí —confesó ella—, pero necesito descansar y recuperarme antes de cualquier otra cosa.

Fausto prometió visitarla diariamente, y Elizabeth accedió con un débil asentimiento. Sin embargo, la enfermedad progresaba. Cada día que pasaba, los delirios se intensificaban, la fiebre subía, la piel mostraba llagas y un hedor sutil comenzaba a emanar de su cuerpo enfermo. Fausto leía todos los libros de medicina que podía encontrar, buscaba cualquier indicio de cura, pero nada podía detener el avance de la enfermedad.

Una tarde, al llegar, Francis lo recibió con los ojos vidriosos. El corazón de Fausto se detuvo. Entró corriendo a la habitación, solo para encontrar a Sara llorando junto al cuerpo de Elizabeth. La tragedia se había consumado. Caído de rodillas, con el mundo desmoronado a su alrededor, Fausto comprendió que todo lo que había amado, todo lo que había deseado y construido en su mente, había desaparecido con un último aliento.

El silencio que siguió fue absoluto, un vacío que lo envolvía. La realidad de la muerte de Elizabeth, su imposible presencia futura, lo sumió en un dolor que atravesaba cada fibra de su ser. Sin embargo, en medio de la desesperación, su amor permanecía intacto, inalterable.




Capítulo XI


Mefistófeles


La habitación de Fausto estaba sumida en la penumbra. El resplandor trémulo de unas pocas velas dibujaba sombras inquietas sobre las paredes tapizadas de libros antiguos. El aire olía a cera derretida y a pergamino envejecido. De vez en cuando, un crujido seco del suelo interrumpía el silencio, como si la casa misma contuviera la respiración.

Frente a él, Mefistófeles flotaba unos centímetros sobre el suelo, en una quietud antinatural. No parecía sostenerse con esfuerzo, como si la gravedad misma hubiese decidido ignorarlo. Su figura se recortaba contra la luz con un halo sutil, y cada movimiento de sus manos parecía alterar las sombras de la habitación.

—El amor —dijo con voz calma, grave, pero cargada de ironía— es eterno, Fausto. Más eterno que tú, más eterno que el tiempo que crees dominar.

Fausto, sentado con el ceño fruncido y las manos entrelazadas, lo observaba con mezcla de cautela y fascinación.

—¿Es eterno entonces? —preguntó, con un dejo de escepticismo.

Mefistófeles arqueó una ceja. Hizo una pausa teatral. Un silencio espeso llenó la habitación, roto solo por el chisporroteo de una vela.

—Más que eterno —replicó con lentitud—. Es perpetuo, inabarcable, como un río que nunca cesa. Pero el amor también es trampa, Fausto. Es cadena y es tormenta. Quien ama queda atrapado en la contradicción más cruel de la existencia.

Fausto apartó la mirada por un instante, como si buscara respuesta en los lomos polvorientos de sus libros.

—Tú hablas con la elocuencia de un filósofo, pero con la ligereza de un embaucador —respondió con voz firme, aunque su pecho se agitaba.

Mefistófeles sonrió apenas, una sonrisa que no transmitía alegría, sino la satisfacción de un cazador que siente que su presa ya está cercada.

—¿Embaucador? ¿No es acaso eso lo que hacen los dioses, Fausto? Tejen ilusiones para que los hombres crean en lo que no existe. Yo solo descorro el velo.

El aire en la habitación parecía volverse más denso. Una brisa inexplicable agitó levemente las páginas de un libro abierto sobre la mesa. Fausto tragó saliva.

—¿Qué pretendes de mí? —preguntó, con la voz apenas quebrada por un temblor interno que trataba de disimular.

Mefistófeles extendió lentamente sus brazos, como si abarcara todo el espacio. Las sombras se alargaron, cubriendo las paredes hasta envolver a Fausto.

—No pretendo nada más que lo inevitable. Has buscado respuestas toda tu vida, has leído más que ningún hombre, has diseccionado la razón hasta dejarla desnuda. Y aun así, no has hallado lo que más ansías: comprender el amor, el sentido último de la existencia.

Fausto lo miró fijamente, pero en sus ojos se dibujó un destello de duda.

—¿Y crees tú poseer ese conocimiento?

Mefistófeles rió, y la carcajada reverberó en el cuarto como un eco metálico, demasiado fuerte para provenir de un solo ser.

—No lo poseo, Fausto. Yo soy el conocimiento que no quieres aceptar. Soy la respuesta que rechazas porque temes el precio que conlleva.

Hubo un silencio. El corazón de Fausto latía con violencia, pero su rostro permanecía imperturbable. Por dentro, sin embargo, lo consumía una mezcla de temor y de excitación.

—Si es así… —dijo finalmente, con voz grave— muéstrame ese camino.

Mefistófeles descendió lentamente hasta posar los pies sobre el suelo, como si ese simple gesto sellara un destino. La habitación entera pareció contener la respiración.

—El camino ya lo conoces, Fausto. Yo solo te acompañaré mientras lo recorres.

Fausto cerró los ojos por un instante. Una idea, un pensamiento final, atravesó su mente como un relámpago: “He dedicado mi vida a la razón. Quizás solo el abismo pueda completarla”.

Cuando abrió los ojos, Mefistófeles ya no sonreía. Solo lo observaba con una calma inquietante.

El pacto, aunque aún no se había pronunciado, ya estaba sellado en el silencio.




Conclusión


Con la llegada del último episodio, bien podría decirse que la historia concluye. No obstante, toda conclusión es apenas una pausa, un respiro en el incesante relato del tiempo. Se cierra un círculo, pero la circunferencia nunca deja de girar, y siempre habrá algún curioso dispuesto a continuar el trazo, aunque no sepa bien con qué propósito.

Las voces, los pactos y las tentaciones han transitado estas páginas como lo hacen en cualquier vida: disfrazadas de oportunidades, de amores, de ambiciones o de simples casualidades que, al mirarlas con lupa, se revelan como designios. Fausto, Elizabeth, Mefisto, William, el Olonés y hasta la isla, todos han cumplido su papel, como piezas de un ajedrez que nadie alcanza a dominar del todo, ni siquiera el jugador que mueve las fichas.

El lector ha sido testigo de un desfile de certezas a medias, de relatos que se presentan como crónica y a la vez como fábula, donde la verdad y la mentira se confunden hasta volverse indistinguibles. ¿Qué otra cosa podría esperarse, si no, de la condición humana? Acaso la única verdad posible sea que la vida misma es el mayor de los pactos, y cada uno firma el suyo sin advertirlo.

No hay que esperar redenciones gloriosas ni condenas definitivas: lo humano, lo realmente humano, se mueve en esa zona gris donde las palabras “culpa” e “inocencia” son apenas adornos jurídicos que rara vez alcanzan a definir lo que somos.

Y si alguien, al cerrar estas páginas, se pregunta si el autor ha pretendido dejar una moraleja, le ruego que no se esfuerce: las moralejas suelen ser estafas, como aquel mapa falso. Aquí solo hay huellas, fragmentos y un espejo que devuelve un reflejo imperfecto.

                                                 FIN


Posdata (irónica, pero sincera): Si después de todo esto espera encontrarse con un Capítulo XII, temo decepcionarlo. No lo hay. Y si alguna vez lo hubiese, sería tan apócrifo como aquel mapa de Nueva Ámsterdam: una mentira encantadora, pero mentira al fin.


 


Poema: "Ya no es blanca Bahía"



El sol permanecía aún dormido, cuando las nubes tramaban su perverso plan,

juntando ocultas sus fuerzas, en un cielo invisible por la oscuridad.

La sorpresa es su mejor estrategia, para lanzarse sobre el desprevenido "enemigo",

su ataque será feroz, impiadoso y como siempre, como en toda batalla,

habrá daños colaterales, tal vez no deseados, pero inevitables.

Por lo menos así lo pensó Matías, mientras observaba la tormenta que arreciaba.

La imaginación no alcanza para recrear la realidad que se va a padecer,

no hay experiencia que atenúe la desesperación, la angustia y la impotencia.

No hay enseñanza que ayude a soportar la tragedia, las pérdidas.

Cuando el agua comienza a inundarlo todo, invadiendo cada espacio,

hace que todo obtenga otro sentido, otro valor e importancia, 

convirtiendo a esas fotos, que casi nunca miramos, en tesoros invaluables.

A pesar de su edad, Matías jamás había vivido algo así,

tanta furia constante representada con lágrimas de la naturaleza, 

que parecían ser una advertencia, una amenaza y una demostración.

Tan rápido todo cambió, tan pronto comenzó a morir la esperanza,

cuando las improvisadas elevaciones ya no fueron suficientes,

para resguardar esas cosas que son indispensables por necesarias.

Cuando solo sobrevivir se vuelve el único objetivo, 

cuando sentado en el techo de lo que fue tu hogar,

comprendes que todo está perdido, que ya nada será igual.

Matías toma la mano de Hilda, su compañera de toda la vida

y en sus ojos grises encuentra el amor, ese amor incondicional.

Las palabras no surgen, quedan ocultas en las miradas,

como decir que te amo, pensó Matías, en este momento,

viendo que el esfuerzo de sus vidas lo arrastra la corriente.

El paisaje se ha vuelto apocalíptico, irreal y casi absurdo,

solo techos escapan de un mar sucio, lleno de basura,

porque todo se ha transformado en basura, desechos,

los autos, los muebles, los electrodomésticos y todo,

todo lo que la furia del agua golpea y destruye.

El tiempo pierde su dimensión y se vuelve más lento,

es difícil pensar, duele demasiado, solo se puede mirar,

mirar sin ver, para perderse en una ilusión distante, utópica.

Solo ellos conocen, desgraciadamente, el dolor de la catástrofe,

porque es eso, una catástrofe, porque no se cortó la luz,

no se interrumpió el cable ni bajó el suministro de gas.

No, no sucedió solo eso, que en otro momento molestaba tanto,

sucedió todo eso y mucho más, todo junto y para colmo,

hay que agradecer estar vivos, porque no todos tuvieron esa suerte,

parece ilógico agradecer en la tragedia, resulta hasta insultante.

El tiempo se sigue desplazando en cámara lenta,

cuando la consciencia intenta retornar, hacerse dueña.

Ellos se abrazan con fuerza, esa fuerza que aún les queda

y que pretende superarlo todo, pero la realidad es brutal,

su golpe es casi letal, entonces, lloran sin vergüenza.

¿Dónde encontrar consuelo?, un lenitivo que mitigue el dolor,

que aplaque esa angustia que crece a cada instante de consciencia.

Matías le recuerda a Hilda que sus hijos están bien,

ellos partieron hace tiempo, buscando otro horizonte,

aquel que causó tristeza en su momento y que hoy es motivo de alivio.

Al pensar en sus hijos, se dan cuenta de que sus celulares se quedarán sin batería

y estarán, totalmente, desconectados, por lo que resuelven enviar un mensaje,

para informar a sus hijos que están bien, que no se preocupen por ellos.

Matías intenta distraer a Hilda, para sacarla por un instante de su angustia, 

diciéndole que por suerte no están en invierno, sino morirían de frío:

"Ves, siempre se puede estar peor" y ríe, ríe y llora, llora y ríe.

Abrazados esperan, las mantas que los cubren están empapadas

y la lluvia no cesa, como si no estuviese conforme aún con el daño causado.

Los gritos y los llantos se mezclan creando un sonido melancólico,

propio de la desesperanza, de una tristeza profunda, vaga y sosegada.

En medio de la debacle, un episodio gracioso y conmovedor,

un bote se acerca a un balde que flota a la deriva y rescata a un gatito,

vaya a saber uno cómo llegó ahí y, por suerte, se mantuvo a flote.

Pronto serán la noticia, luego llegará la solidaridad que nunca alcanza,

algunos infames sacarán provecho y otros, seguro, darán hasta el alma,

pero... ya no es blanca Bahía.




Poema: "Creyentes"



Hundiéndome en el abismo de tus ojos,
las alas de mi alma arden en el infierno
y un rumor como eco de murmullos lejanos,
acalla los ruegos perdidos de la inocencia.


Ríen las parcas sobre la pobre esperanza,
que por solitaria se pierde en el laberinto
y los fieles se prodigan en cantos vacíos,
tronando sus huesos de rodillas gastadas.


Desafiando al tiempo y a la razón sorda,
se humillan suponiendo una virtud piadosa
y lacerando sus espaldas reclaman oídos,
a quien por simple lógica nada responde.


Sobre las tumbas yacen los deseos puros,
las columnas huecas emergen de la nada
y en estrechos pasillos corren descalzos,
sobre las brasas ardientes de la ignorancia.


Se alzan pastores sobre el pobre rebaño,
que deambula perdido en penumbra.
En marcha temerosa transitan sus vidas,
regando caminos de absurdas alabanzas.

Ha de perecer la consciencia dormida,
refugiada en la cómoda conformidad.
Sin jamás cuestionar la locura establecida,
caminarán yertos hacia su destino final.