Cuento " Un final feliz "

Encerrado en mi propia mediocridad, sin poder dar una explicación clara a mis pensamientos, abrumado por la vulgaridad de la fe reinante, represora de toda duda y enemiga de toda inquietud. En este estado me encuentro, casi solo o con la sensación de estarlo: intolerante, soberbio, intransigente, irreverente y furioso. Con una supuesta verdad basada en la lógica, que no busco, solo espero pasivo, como cualquier otro que no espera, simplemente está, sin pagar precio alguno por existir, en la cotidiana tarea de intercambiar estados gaseosos y, a veces, algo más, solo a veces.

Sí, así me siento mientras contemplo la plaza frente a la cual estacioné, que, gris por el día y húmeda por la lluvia caída, se posa ante mí. Decenas de pájaros, un carrusel desierto y el verde de las hojas que, a pesar de las nubes, quiere brillar.

Mi nostalgia, eso es. Mejor consumo el tiempo que debo esperar al cliente, en mi trabajo de fletero, en un sueño (mi antídoto contra la angustia), y duermo un poco. En mi camioneta paso la mayor parte del día: como, duermo y medito; todo en mi vieja camioneta.

Apenas debo haber dormitado unos minutos cuando me despertó un susurro. Al principio no entendí de qué se trataba, hasta que observé por la ventanilla a un niño que, creí, me pedía una moneda. Su cara sucia, sus ojos pícaros y la ausencia de un diente le daban un aspecto simpático y tierno (calculé tendría siete u ocho años).

—Esperá —dije—. Busqué el monedero y le di un peso.
Sonrió y dio las gracias; en ese instante tomé conciencia de que no había escuchado lo que dijo: actué por suposición y simple prejuicio.

Pasaron algunos minutos hasta que decidí estirar las piernas. Ahora estaba algo reconfortado, por lo que caminé por la plaza. A unos treinta metros vi a un grupo de personas —supuse jubilados— que trabajaban en una cancha de bochas, preparándola para jugar. Mientras lo hacían, charlaban en voz muy alta, cosa que me obligó a escuchar sus comentarios, a los cuales no quise prestar atención, pero uno de ellos me miraba al tiempo que decía:

—A este joven confundido habrá que hacerle ver la verdad.

Terminada la frase, dejó de mirarme y continuó su tarea sin prestarme más atención.

¿Joven? —pensé—. No debió hablarme a mí.
De pronto enmudecieron, ya no charlaban, y reinó un silencio casi total, solo interrumpido por el canto de un pájaro. Todo era extraño y, en ese silencio, la risa de un niño —el mismo de la limosna—, a la distancia. Apenas lo reconocí, dudé un instante, creí que me llamaba, sin ningún gesto; era mi sensación, y fui a su encuentro sin saber por qué.

Él aguardó. Cuando llegué le pregunté:

—¿Qué pasa? ¿Necesitás algo?

Solo sonrió y extendió su mano, invitándome a tomarla. Así lo hice. Sin resistencia alguna me dejé llevar por el niño. Caminamos varios frentes hasta que me introdujo en el jardín de una casa sencilla, casi humilde. La puerta de acceso estaba abierta.

—¿Vivís acá? —pregunté.

No obtuve respuesta: solo una sonrisa pícara me ofrecía, y su mirada, ahora profunda, distante a la de un niño de su edad. Apretó con más fuerza mi mano, como pidiéndome que no la soltara, y me llevó hasta la puerta. Yo, sin voluntad propia, como dominado, seguí dejándome llevar, apenas vacilante. Empujó la puerta y entramos, como obedeciendo un mandato.

Una vez en el interior, quedé cegado por instantes: la oscuridad era profunda, casi impenetrable. Solo un reflejo al final del cuarto, del cual no pude distinguir nada, me indicaba dónde ir. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, el reflejo se dibujó con nitidez: era la luz que enmarcaba la puerta del cuarto siguiente. Caminé hacia ella y lentamente la abrí.

La luz se hizo brillante, espléndida, pero no podía determinar su origen; era como si brotara de todas partes, tan potente que no me permitía distinguir nada, aunque no me molestaba, no lastimaba mis ojos. Al contrario, me esforzaba por ver más allá de ella. Tomé conciencia de que estaba solo, que el niño no sostenía mi mano, que había desaparecido. Y, a pesar de esto, no me inquieté: solo la luz me importaba, me seducía y me daba la sensación de seguridad, de calma, de una paz que no conocía, que jamás hubiera creído posible.

Lentamente avancé, no sé por qué. No encontraba un punto de referencia, no podía calcular distancia alguna y, a pesar de esto, seguí moviéndome hacia adelante. Nada perturbaba mi calma, ni siquiera cuando advertí que mi cuerpo se desdibujaba, se mezclaba con la luz, se convertía en ella.

Fue entonces que sentí una fuerza abrasadora que me impulsó. La luz se interrumpía, como un parpadeo, cada vez más rápido. Viajaba con la luz, y el recorrido era sinuoso, como si mi cuerpo girara sin control, pero no podía verme: era como si todo en mí se hubiera reducido, transformado solo en mi visión y mis pensamientos.

Imágenes en flash, como fotos en alta velocidad, comenzaron a presentarse frente a mí. Tenía la sensación de conocerlas, pero su breve exposición no me permitía verlas bien; era como en un instante culminante donde se presentan miles de visiones en segundos.

Al fin me detuve: yo y el tiempo, el espacio y mis pensamientos. Una bruma me cubrió. Descubrí que mis pies, ahora visibles como el resto de mi cuerpo, no hacían contacto con el suelo —que, además, no podía verlo—: estaba suspendido en la nada.

La bruma se abrió como el telón de un teatro, y una pantalla gigante rápidamente fue invadida por puntos de luz, como estrellas ordenadas en un cielo irreal. Los puntos se agrandaron y formaron cuadros, terminando por cubrir toda la pantalla. En cada cuadro había imágenes con sonidos, y eran todas mías, en orden cronológico de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Eran fragmentos de mi vida: todos los momentos en que se expresó una emoción, un sentimiento; risas y llantos, alegrías y tristezas, placeres y dolor. Todo estaba en esa pantalla, hasta algunas que no recordaba; en realidad, muchas que habían escapado de mi memoria.

Me abarcó una profunda emoción. Sentí brotar lágrimas de mis ojos y reflexioné: seguramente no habrá sido la mejor, pero tuve una vida, y tal vez un propósito, no expresado en mí, pero quizás en alguno de mis hijos o en otra persona para la cual haya tenido importancia. No lo sé, pero sé que no fue en vano.

En mi aturdimiento no había reparado en el último cuadro, que hasta este instante pareció no haber existido. Al observarlo, divisé una plaza, mi camioneta estacionada, un agente de policía alejando a las personas. Yo estaba sentado en el interior, como dormido, y la sirena de una ambulancia acercándose me hizo reír, reír y reír… hasta las lágrimas...


2009

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